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En el momento justo tomó la decisión de ser artista, desechando la tentación del negocio publicitario. Mucho estudio y experimentación y una patada accidental de uno de sus hijos le permitieron alcanzar su meta de ser original. Los expertos dicen que innovó la teoría del color, pero él prefiere pensar que ha hecho un poco de arte.

 

Cuando Carlos Cruz-Diez decidió retirarse del negocio de la publicidad, en el que era una estrella, apareció en su oficina un empresario con varios acompañantes. Le preguntó cuánto costaría montar la más grande agencia del ramo. Cruz-Diez le dijo: “Gracias, pero no estoy interesado”. El caballero le ofreció una cantidad fabulosa y le dijo que cada uno de sus amigos podía hacer un aporte parecido. Cruz-Diez volvió a negarse. Después de un rato, los ricachones se fueron. El que llevó la voz cantante se despidió así:

 

“¡Qué lástima que usted se haya vuelto loco!”. Hoy, entre risas, a la altura de sus 91 años, reflexiona: “Si hubiera aceptado, sería un publicista gooordo, viviendo sabroso, con un tabacote, echándome tragos.… Pero no existiría Cruz-Diez”.

 

Emigró a París y se dedicó a estudiar y ensayar, empeñado en encontrar una pequeña rendija de originalidad. “Tenía que inventar algo. ¿Qué?, no sabía, pero era necesario estudiar porque la emoción sola no sirve para nada, hay que dominar, estructurar la emoción para conducirla, si no se cae en un vacío”, dijo en una entrevista a Televen.

 

Así, reflexionando, pensando, analizando y experimentando, logró dar con el sustento teórico de su obra. Cuando él mismo lo explica parece sencillo, pero, claro, no lo es. Dice que, desde siempre, los seres humanos han concebido el color como un complemento de la forma, como la capa que se ha colocado arriba de los objetos, pero él cree que no, que el color es una circunstancia en el tiempo y en el espacio, que el espacio está coloreado y siempre está cambiando. Según relata, fue una accidental patada de su hijo Jorge lo que le permitió reformular su concepto del color. Había terminado una obra elaborada con cartones coloreados y llamó a la familia para que la viera. El niño entró velozmente, tropezó y los cartones salieron volando. Y allí estaba el color, tal como está en la naturaleza, regado por el espacio.

 

De esa reflexión-experimentación surgió una obra que le ha dado, según especialistas como Ariel Jiménez, un lugar en la historia universal del color. El propio artista, sin embargo, no se lo toma tan a pecho. Prefiere pensar que no ha modificado nada, que su obra a nadie le ha interesado. No lo dice con amargura, ni desánimo: “En eso consiste el arte: tú tratas de dar y si no te hacen caso, no importa, porque estuviste toda una vida queriendo dar… eso es una belleza”.

 

Autor de icónicas obras en Venezuela y muchos países, entre ellas la monumental Ambientación cromática de la sala de máquinas de la represa del Guri; la Cromoestructura radial, en Barquisimeto; y el inigualable piso del aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, Cruz-Diez cree firmemente que el arte cumple una función esencial en las ciudades modernas. “Ver y disfrutar el arte es redimir lo ingrato y avieso de nuestra cotidianidad. Es un discurso paliativo dirigido al espíritu del transeúnte acosado por los códigos restrictivos e intereses económicos que pueblan todos los lugares de la ciudad. Un afectivo refugio, un mensaje diferente en el ambiente caótico, agresivo y compulsivo de las urbes”. Cualquier caraqueño que, atascado en una cola, haya puesto sus ojos sobre la Doble fisicromía de Plaza Venezuela, le dará la razón al gran maestro.

 

POR CLODOVALDO HERNÁNDEZ

(CiudadCcs)