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El hambre mató a un niño en San Félix. Se llamaba Keiner Iván Cardozo Millán. Tenía un año y cuatro meses cuando murió el lunes pasado en los brazos de su abuela, en Brisas del Sur, San Félix.

 

En septiembre lo hospitalizaron porque estaba desnutrido. María López, la abuela que lo tuvo en sus brazos al morir, la paterna, dice que en la casa hay hambre, que los 9 niños y los seis adultos que viven en una vivienda modesta, muy modesta, del barrio, se las apañan con muy poco. Pero Keiner era la excepción: para él, todo. No podían dejar que volviera a desnutrirse.

 

De hecho, María no se explicaba por qué murió. Tiene pocas certezas en la vida, pero una de ellas era que su nieto de año y tanto estaba recuperado y con todos los nutrientes que necesitaba.

 

Hasta cuando tuvo el certificado de defunción no lo entendía. En ella se especificaban dos causas de muerte: en la línea de arriba, “deshidratación por síndrome diarreico”. Abajo, algo indescifrable que tradujo luego de varias lecturas: allí, en la línea de abajo, decía “desnutrición moderada”. Keiner se murió de hambre.

 

Dos días después de la muerte, el cadáver de Keiner está en una urna blanca en la casa de su familia materna, en Manoa. Estuvo dos días en el hospital de Guaiparo y allí como las cosas no funcionan muy bien, incluyendo las cavas de la morgue, el cadáver comenzó a descomponerse antes de que hubiera autopsia.

 

Entregaron la urna sellada y con hielo seco. Pero de todas formas, en la casa donde lo velan, el olor expele.

 

Es en Manoa porque allí vive su mamá. Los padres no viven juntos por equis circunstancia. Y Keiner vivía con su familia paterna, con su abuela como madre.

 

“Ya, en verdad, lo tenía rehabilitado. Lo único que le faltaba era manutención normal. Nosotros le teníamos sus cosas: sus sopas, sus teteros y sus cositas”, asegura. Todo lo que se podía, salvo leche materna.

 

El domingo 15 de enero, recuerda, “pasó el día normal: en la mañana se paró normal como siempre. Pero el lunes se fue trancando y le dimos respiración de boca a boca. Le sacamos una baba y anduvo tranquilo. Después estaba normal, acostadito, y a las 7:30 le fue dando algo y vimos que no quería respirar. Estaba trancado. No teníamos el dinero para salir a agarrar un carro”.

 

El desespero por un desenlace funesto despabiló a todos. Y aun sin el dinero para tomar un taxi, salió a la calle con Keiner en brazos. En ese momento, murió.

 

En la cocina hay una mesa. Sobre ella, y al lado de unos corotos arrumados, hay conchas de auyama. Mosquitos revolotean sobre los restos de lo que fue el almuerzo de una familia que, hasta hace unos días, era de 16 personas.

 

“Disculpa el desorden”, repite María antes de explicar cuál ha sido la base de la dieta de la familia: verduras y tubérculos. A veces, si acaso, sardina.

 

En 2016, entre julio y agosto, dos niños murieron de hambre en ese barrio de San Félix. Keiner y sus tíos (sí: sus tíos, niños todos) almorzaban en el comedor de la Fundación Me Diste de Comer. Pero eso a veces no era posible, y cuando el hambre arreciaba más, acudían a la Parroquia San Martín de Porres, en donde el sacerdote Carlos Ruiz ayudaba a la familia “con un arroz, una chicha… lo que tuviera”.

 

En las manos de María también está el plan de alimentación que le recetaron a Keiner. Anotada, está la receta de la sopa de verduras. Más adelante hay dos elementos imposibles: carne y pollo.

 

“Lo que pasa es la situación económica. En verdad, nosotros lo que podemos comer es lo que mi esposo hace o con lo que nos ayudamos. A veces ni desayunamos ni cenamos. Si ellos (los niños) comen, nosotros no comemos. Lo que más podemos conseguir es sardina, pero eso es si no está cara”.

 

En toda la familia hay signos de desnutrición: resequedad en cabellos y pieles. Ojos opacos. Facciones descarnadas. Subsistencia y resignación. Qué más da. Así los sorprendió el lunes, con la muerte de Keiner.

 

“Cuando salimos de la casa a caminar para irnos, se torcía y se torcía. Ahí se fue quedando. Se nos murió en las manos. Cuando le pusimos la mano, no tenía pulso y se puso frío”.

 

Luego de eso, vinieron las 48 horas de espera para que devolvieran el cuerpo. Luego, pedir una urna en la Alcaldía. Luego, verlo descompuesto y vestirlo así. Luego, en el momento de asumir el duelo, también sentir la bofetada de la miseria. Pues si caminar hasta el hospital, porque no hay para un taxi, con un niño desnutrido en brazos y verlo morir, y sentir el desespero encarnizado y luego la frialdad de la carne, no es una bofetada de la miseria, ¿qué es?

 

Así está la familia. Su abuelo abrirá mañana el hueco en donde lo enterrarán (en donde ya lo enterraron, según el momento en el que usted lee esto). Mientras tanto, atardece en Brisas del Sur. Es uno de esos momentos en los que toca saborear la amargura por la muerte del niño y por la pobreza.

 

María, mientras, se disculpa otra vez por el desorden.

 

Como si ella realmente fuera culpable de algo.

 

Como si no hubiese otros culpables de desordenar al país y provocar, entre otras cosas, que niños como Keiner se mueran de hambre.

 

(www.correodelcaroní.com)

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