Ser extranjero en Venezuela es acostumbrarse a un mantra diario: «¿Y por qué estás aquí?». Ojos abiertos de asombro. Incógnitas de Perogrullo. «Vivir. Trabajar», responden los valientes. Suena obvio, aunque para muchos sorprenda.

 

En mi caso, que soy española, y debido al vínculo hermano entre ambos países y a su historia de idas y vueltas entre sus fronteras, lo que me suele decir el que está al otro lado de la interlocución después de la pregunta de rigor, es que ahora todos se quieren ir a Madrid, o a Galicia o a Canarias; y por lo tanto no entienden que yo deje atrás la Cibeles o la paella y lo cambie por el Cuartel de la Montaña o las arepas de la Plaza Bolívar.

 

Suelo sonreír y responder que me gusta Venezuela, a lo que replican abriendo todavía más los ojos y arrugando la frente hasta el cuasi rigor mortis. Es verdad que muchos venezolanos, en su «éxodo», han elegido mucho España para empezar de nuevo. Y no les va mal.

 

Según cifras del Colegio de Registradores de Madrid, en 2018 los venezolanos emigrados en España han comprado un total de 278 casas, un 20% que un año antes y más del doble de las operaciones realizadas en 2014. Otro dato interesante es que, de media, los apartamentos que están comprando los venezolanos «inmigrantes económicos» cuestan 565.000 euros y se sitúan en los mejores barrios de la capital española, como el Barrio de Salamanca o El Retiro.

 

La mayoría, además, los paga al contado. En efectivo. En cash. De esta manera consiguen casa y residencia de un plumazo. El programa ‘Golden Visa’, puesto en marcha en 2013 para atraer la inversión extranjera, otorga la residencia automática a aquellos compradores que adquieran inmuebles por un costo superior a 500.000 euros.

 

Últimamente, cuando me preguntan qué hago aquí con cara de espanto y segundos después comienza la retahíla de lamentos, tengo ganas de responder que todavía no tengo más de medio millón de euros en efectivo para comprarme una casa en Madrid, y que mientras tanto, lo que hago es trabajar, como hace cualquier persona común y corriente en Caracas, en Barcelona.

 

En mi caso, además, trabajo de periodista en una ciudad que no descansa informativamente hablando. Aquí también vivo y construyo mis rutinas y mis afectos. No tiene tanto misterio.

 

No soy una excepción ni un caso de estudio. En Venezuela hay muchos extranjeros que han hecho del país caribeño su hogar. Un caso paradigmático es el de Colombia, país vecino y hermano a la fuerza.

 

Más de cinco millones de colombianos y colombianas llegaron a Venezuela durante los años de la Revolución Bolivariana huyendo de la guerra por el territorio que asoló su país durante décadas. A ellos, el ex presidente Hugo Chávez les dio derechos que no encontraron en otros países. Se les dio nacionalidad, acceso a vivienda, a la salud, educación y a cualquier beneficio al que pudiera optar un venezolano común.

 

Pero los colombianos no son los únicos que han hecho historia en Venezuela. Según datos oficiales aportados por el propio Nicolás Maduro en una rueda de prensa en septiembre de 2018, el 29% de la población que reside en el país caribeño es extranjera.

 

Una de ellas es Fania Rodrigues. Brasileña, periodista, 34 años. Es la corresponsal del diario Brasil de Fato en Caracas y llegó a la ciudad hace un año y ocho meses. Es la única corresponsal brasileña permanente en el país. «No vine por un sacrificio personal», dice.

 

«Ya había vivido aquí durante los años 2011 y 2012, cuando todavía estaba vivo Chávez y este era un país distinto. Ya tenía una relación afectiva con Venezuela, así que cuando me propusieron el trabajo esa fue la razón por la que acepté venir», confiesa.

 

Fania es risueña, inteligente y habla con ese carisma natural que tienen algunas personas a las que pasarías horas escuchando. «Aquí hay muchas oportunidades. No conozco ni un solo extranjero que haya venido a Venezuela y que no haya tenido una oportunidad laboral».

 

Habla no solo de las nacionalidades que llegaron a Caracas hace años, huyendo de dictaduras militares o de crisis políticas y económicas en sus países de origen, sino también de otros extranjeros más recientes, como ella o como yo. Durante los años de prosperidad chavista, además, con el precio del barril de petróleo por las nubes, «había una gran demanda de mano de obra porque Venezuela siempre fue un país muy consumista», señala.

 

Lo que más le gusta de Caracas es «lo sorprendente que es la ciudad». Y ríe mientras afirma que se trata de una capital con la que se suele establecer una relación de amor-odio demasiado intensa.

 

Caracas atrapa y mata a la vez. Eleva y roba la serotonina a partes iguales. «Esa sensación es habitual y pasa hasta varias veces al día». Fania llama «sorprendente» a la manera en la que la ciudad se reinventa contra las adversidades.

 

A veces pasa que no hay azúcar, por ejemplo, y todo el mundo se lamenta. Pero de repente sales a la calle y unos productores locales han montado una feria agrícola en la puerta de tu casa y no encuentras azúcar refinado pero si panela o papelón (edulcorantes naturales venezolanos)». La organización popular es otro capítulo aparte para ella «del que podríamos estar hablando horas», asegura.

 

¿Qué tienes en Venezuela que no tienes en Brasil?, pregunto. «La movida política. Todo en este país es política», responde. «Todo el mundo habla de política. El señor de la panadería, la enfermera del Hospital, tu vecina de la puerta de al lado…  Eso no pasa en Brasil. Además, aquí hay una sensación constante de que en cualquier momento puede pasar algo que hará historia. Eso nos desestabiliza pero nos emociona a la vez y de repente un día te das cuenta de que precisamente esa inestabilidad es tu zona de confort». Vuelve a sonreír. Y yo con ella.

 

Sofía es Uruguaya, tiene 35 años y en poco más de una semana cumplirá un año en Venezuela. Es profesora de baile y llegó a Caracas después de que a su compañero le ofreciesen trabajo como periodista en el canal internacional de noticias teleSUR.

 

Hicieron las maletas y se aventuraron trayendo consigo a sus dos pequeñas de dos y cinco años, Jazmin y Marena. La pequeña todavía no habla pero la mayor empieza a mezclar acentos en sus demandas verborreicas. Sofía contesta contundente cuando le pregunto cuál era su impresión de Venezuela antes de venir.

 

«Catastrófica», dice. «En Venezuela la gente se está muriendo, la gente no tiene para comer… Así era como pensaba, pero después me di cuenta de que no es así. Es un país 100% vivible que sí, tiene determinadas dificultades, no lo vamos a negar, pero son producto de una guerra económica y del bloqueo impuesto a su economía».

 

Sofía colabora con el Ministerio de la Mujer en el Plan Nacional de Parto Humanizado. Hablar con mujeres venezolanas interesadas en este tema le ayudó a investigar y a hacerse una idea más formada sobre el país antes de viajar.

 

Los primeros meses, la familia vivía en Los Dos Caminos, una zona al este de la ciudad, de clase media alta. «Cuando llegué me llamó mucho la atención la cantidad de carros importados que había. Te parecerá una chotada [en Uruguay, idiotez] pero a mí me causó impresión. También me sorprendió la cantidad de mujeres exuberantes y con operaciones estéticas que me encontraba por la calle…», cuenta.

 

«Esperaba encontrarme mujeres muy flacas, malnutridas, personas hambrientas… Pero no fue así. Deduje que este país había tenido mucho poder adquisitivo y que ahora no lo tiene; pero no vi un país pasando hambre ni con la crisis que dicen que tiene. Sí veo gente que revuelve la basura para comer, pero eso también lo he visto en Uruguay, en Argentina o en Bolivia», añade.

 

Sofía es morena, de pelo abundante y rizado. Sus hijas también. Habla de Venezuela mientras atiende los juegos de las pequeñas. «¿Lo que más he aprendido de este país?», responde cuando le hago esta pregunta. «La tolerancia», afirma sin pestañear.

 

Y sé por qué lo dice. Me siento identificada. La tolerancia. La paciencia. Todos somos mejor en eso después de una temporada por acá. Venezuela no es un país fácil en lo cotidiano. A menudo las cosas más sencillas no funcionan: un cajero, un punto de venta (datafono), internet, la luz, el agua, los servicios en general.

 

Pero después de los primeros suspiros desesperados y maldiciones desde lo más recóndito de las entrañas, aprendes que no importa y que si no puede ser ahora será después. Si no puede ser aquí, será en otro sitio, pero siempre, siempre, será.

 

Elijo vivir aquí porque personalmente me está enseñando a vivir de forma alternativa. Yo siento que Venezuela está luchando por un «buen vivir», por una igualdad, a pesar de todo, y me siento parte de esa construcción. Cuando deje de sentirme bien, agarraré mis maletas y me iré», dice Sofía.

 

La última historia de este relato es la de Germán Villegas, chileno de 57 años que lleva casi cuarenta en Venezuela pero todavía conserva su acento del sur de América. Llegó a Caracas en el año 80 con su familia. Su padre huyó de la dictadura de Pinochet después de pasar seis meses en la cárcel.

 

Germán llegó e hizo de todo: vendía empanadas, jugos de caña en la autopista, atendió un cafetín… Fue comerciante, estudió Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela y hoy trabaja como funcionario público.

 

Decidió quedarse en Venezuela: «Aquí construí mi vida adulta, conocí a mi esposa, me enamoré», dice.

Cuando Chávez llegó al poder lo vieron desde California, EEUU, donde pasaron una temporada. «No sabía mucho de él, sólo que era militar y eso me hacía mirarlo con recelo, como le pasaría a cualquier chileno», asegura.

 

«Después entendí que la Revolución era organizar al pueblo en función de un proyecto, que el chavismo era inclusión. Salí a la calle el 11 de Abril de 2002, cuando le intentaron dar el Golpe de Estado al Comandante. Ese día me hice chavista», recuerda.

 

Germán no se iría de Venezuela a pesar de la crisis. «Creo que tenemos un profundo sentido de patria y que somos un ejemplo para otros pueblos. Solo me planteo mandar a mi mujer y a mi hija a Chile si aquí hubiese una invasión militar. Pero yo me quedaría a luchar por mi pueblo, si de algo puede servir un viejo como yo». Y ríe sereno pero fuerte como una piedra de concreto.

 

Vivir en Venezuela es exponerse a la crítica y a la mira constante desde fuera. Al juicio ajeno y al propio que fluye en solitario bajo la apariencia de una rutina que es más o menos fuerte y real dependiendo del día, del momento o de la emocionalidad del que la protagoniza.

 

Dicen mucho por aquí que un año en Venezuela es como un año canino, porque equivale a siete años en cualquier otro lugar del planeta. Las horas tienen más minutos o al menos lo parecen y al final eso es lo que importa.

 

Parecer lo que se es o parecer sin más. Venezuela parece muchas cosas pero sólo el que se atreve a traspasar sus fronteras puede escribir su historia con rigor. Algunos decidimos quedarnos un poco más para ayudar con los tomos más largos.

 

(Sputnik)