lunes, 21 / 04 / 2025
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De la racionalidad a la pasión electoral: Columna sobre la transformación de las campañas electorales, por William Castillo

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Las campañas electorales no son lo que solían ser. Para quienes tenemos la dicha y la desgracia de haber vivido torneos electorales antes de 1999, resulta cada vez más distópica la forma cómo estas se realizan hoy, cómo impactan la vida de las personas y cómo influyen a la hora de votar.

La campaña electoral, dicen las buenas costumbres, se supone es una suerte de competencia abierta, de cara a la ciudadanía, en la que cada candidato o candidata trata de captar la mayor cantidad de voluntades. Agrupar a sus adeptos, sumar apoyos de otros grupos y minimizar los del adversario. Todo mezclado en una olla de presión: marketing, actos, discursos, exposición pública y medios.

Desde los años 40 del siglo pasado, la teoría política estadounidense desarrolló un conjunto de conceptos teóricos que influyeron durante más de medio siglo en las campañas. El principio de dichos conceptos era el de la racionalidad del elector. Se aseguraba que el votante es una persona racional, que sabe lo que quiere y que es capaz de valorar el currículum de los candidatos, su programa de gobierno, compararlo con sus propias expectativas y derivar allí su decisión del voto.

Antony Downs, en Teoría económica de la democracia, desarrolló estos principios que sirvieron –repito– como una suerte de manual para académicos, políticos, partidos, y para la industria del voto. Dos de esos conceptos penetraron profundamente la mentalidad política. Uno, el “teorema del votante medio”, que postula que los votantes tienden a coincidir en el centro de las propuestas de los diversos candidatos, rechazando los extremos.

Downs decía que los sistemas y programas políticos en democracia terminarían confluyendo hacia el centro político, porque las mayorías preferirían la moderación a la incertidumbre o el extremismo. Una idea que fue varias veces refutadas en los hechos; la última vez, en diciembre en pasado en Argentina, cuando la mayoría del pueblo votó por su verdugo, por alguien que blandía una motosierra, y que hoy aplica un programa para destruir la sociedad argentina.

La otra idea es la de la “economía del voto”. Downs creía que el votante que apoyaba a un candidato sin chance a la larga se daría cuenta de que su favorito ”no iba pa’l baile” y terminaría votando por el candidato más parecido al suyo que tuviera oportunidad de ganar. Es decir, la gente no querría “perder el voto”. Ese argumento se usó hasta el cansancio en Venezuela. Si gobernaba AD, se les pedía a los votantes de izquierda que no perdieran el voto y votaran por Copei, y viceversa. Al final, lo que mucha gente ignoraba es que AD y Copei eran la misma miasma.

Todo esto anduvo bien durante un tiempo. Los grandes medios imponían la agenda y dominaban el imaginario colectivo. Las encuestas trataban de acercarse a lo que “pensaba el elector”, y se supone que con cierto margen de error podían prever resultados. El marketing y los aparatos logísticos hacían el resto.

Todo eso cambio con la llegada de internet y las redes sociales.

Más allá de la emoción tiktokera

Las redes sociales han transformado en tres décadas la forma de hacer campañas electorales. La tecnología digital –capaz hoy de captar, organizar, procesar y extraer conclusiones sobre una cantidad inimaginable de datos– ha cambiado radicalmente el panorama, de una forma que apenas alcanzamos a entender.

Nunca –es verdad– existió ese elector 100% racional; nunca existieron condiciones de información perfecta y, por tanto, el elector se dejaba guiar por influencias de líderes de opinión, por los titulares de los grandes medios, y cierta emotividad que estallaba al final de la campaña.

Hoy, en cambio, gracias a los algoritmos, las campañas han desechado los presupuestos racionales y han asumido la emocionalidad como principio.

No se trata ya de averiguar qué piensa el electorado (para manipular su opinión), si no de averiguar qué hace el ciudadano cada minuto, las 24 horas, qué le gusta y qué no. A quién quiere, a quién no. Qué compra y qué desecha. Es eso lo que hace la big data: mediante sofisticados instrumentos de “escucha social”, puede saber lo que hace la gente y realiza inferencias sobre los mensajes y estrategias que puedan modificar su conducta.

Toda esa información se la regalamos nosotros gratuitamente desde nuestro teléfono. La información sobre nuestra vida es el costo que pagamos por “estar conectados”. Con eso nos venden la moto y también los candidatos.

Lo han dicho los creadores de algoritmos: las redes sociales promueven y viralizan esencialmente la hostilidad, la desinformación, la frivolidad, el egoísmo, el consumismo y las actitudes irracionales. Las redes no quieren saber qué piensas, sino qué haces. Lo que buscan es hacerte sentir algo, generar una sensación, una reacción, actuar sobre el cerebro reptiliano.

Hoy se sabe que el odio genera más tráfico virtual que el amor. No podemos eludir ese fenómeno, salvo que lancemos el teléfono al Guaire. Las granjas de bots, las cuentas falsas y anónimas, las falsas noticias y la viralización de mensajes destructivos –recursos que se han sofisticado con la inteligencia artificial– tienen como fin establecer el imaginario colectivo sobre la base de la emocionalidad. Inducirte a consumir, y a votar, con el estómago y no con la cabeza.

Entendámoslo. El paisaje ha cambiado. La opinión púbica ha derivado en la “conversación social” en la que todos creemos participar y creemos que interactuamos con otros humanos. Y no es así. Zygmunt Baumann decía que si uno tiene que buscarse una comunidad virtual para hacer su vida, es porque ha perdido todo vínculo con su comunidad humana. Y estamos, entonces, más solos que nunca.

La manipulación emocional de cara al 28J está a la orden del día. Hay que elevar las alertas. Por eso, plantear una campaña que reivindica las calles, las paredes, el contacto humano, y el boca a boca (radio bemba) –sin olvidar medios y redes– es una forma de devolver humanidad a la campaña electoral y de combatir esta gigantesca operación en marcha.

Sólo una red humana puede hacerle frente al poder de las redes virtuales. El fervor en las calles de Venezuela es maravilloso. Que la esperanza que va caminando se sienta cara a cara más allá de likes, algoritmos y tendencias.

Lo que está en juego es demasiado importante como dejárselo sólo a los influencers. Es el futuro de la patria. Estoy seguro de que, si pudieran retroceder en el tiempo, los argentinos estarían felices de que su elección fuese el próximo 28 de julio.

Defendamos la esperanza con el voto, con razón y con pasión. Defendamos lo que con tanto esfuerzo hemos construido.

Nosotros, como los argentinos, tampoco tendremos una segunda oportunidad.

(William Castillo Bollé)


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