En términos económicos, si comparamos al candidato Nicolás Maduro de 2024 con él mismo en 2018 tenemos que afirmar que puede ostentar unas condiciones mucho mejores actualmente, algo que parece contradecir el sentido común de la ciencia política.
Aunque la situación dista mucho de haberse arreglado, cualquier habitante de Venezuela podrá certificar que en 2018 la estrategia imperial de máxima presión había generado un clima económico de ruina, desesperanza y depresión que hoy se ha disipado parcialmente. Eran los tiempos de la hiperinflación, de la pérdida casi total del valor del bolívar, del punto más alto de la ola migratoria y de un ambiente muy angustioso en materia seguridad ciudadana.
El deterioro era tan grave que hacía imposible mantener en marcha el programa socialista original con sus controles de precios y de cambio, así como fuertes regulaciones en el área laboral. El presidente Maduro, tras ser reelecto —y luego de un intento de magnicidio en pleno centro de Caracas—, decidió asumir los costos políticos de grandes cambios en esa estrategia económica, al adoptar un esquema heterodoxo, que incluyó la dolarización parcial de facto; la eliminación de los controles de precios y un achatamiento de la estructura salarial del Estado que redujo el tamaño de la administración pública.
La caída continuó y se acentuó en 2019, cuando tocamos fondo con el despojo masivo perpetrado por el poder imperial y sus secuaces amparados en la figura espuria del interinato. Ese año también ocurrieron los grandes apagones que terminaron de postrar el aparato productivo del país.
Maduro logró salir airoso del sabotaje eléctrico, de un intento de “invasión humanitaria”, de un fallido golpe de Estado (el de los Plátanos Verdes) y de la intensificación del bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales. Cuando se decretó la pandemia de Covid-19, Venezuela estaba sin recursos financieros ni posibilidades de acceso a ellos para enfrentar la emergencia. No obstante, fue uno de los países con mejor desempeño en la atención masiva de la inédita coyuntura global. En ese trance se produjo, además, el intento de invasión con tropas mercenarias, conocido como Operación Gedeón.
Con sólo enumerar todas esas calamidades bien podría pensarse en un gobierno derrotado de antemano en cualquier proceso electoral. Sin embargo, en parte por sus propios méritos y en parte por los errores de la oposición, el chavismo ganó los comicios parlamentarios de 2020, recuperando el dominio de la Asamblea Nacional; y triunfó luego en las elecciones de gobernadores y alcaldes, en 2021.
Desde 2020, en pleno confinamiento sanitario, comenzó a hablarse de una recuperación económica que tuvo como ariete el control del fenómeno hiperinflacionario. Se produjeron las primeras manifestaciones de reactivación de la empresa privada, caricaturizada por los opositores como la “economía de los bodegones”. Poco a poco quedó demostrado que el renacimiento productivo iba más allá de eso. Ante el abandono masivo del país por parte de transnacionales y otras empresas grandes (causado por el bloqueo y la debacle económica), florecieron nuevas unidades productivas medianas y pequeñas.
Después de la pandemia ha habido, además, una reactivación anímica de una población naturalmente muy trabajadora y entusiasta, pero que había sido sometida a toda clase de sufrimientos y privaciones durante casi una década.
Esto conduce al cuadro, aparentemente paradójico, de un presidente que estuvo al frente del gobierno en la peor situación económica de la que pudiera tener memoria cualquier venezolano, pero que llega a las elecciones presidenciales en condiciones competitivas, y es el componente económico uno de sus argumentos de campaña.
La reactivación, sin embargo, no ha sido un proceso 100% positivo para el gobierno, puesto que el ajuste económico implícito en la política adoptada en 2018 ha requerido un enorme sacrificio de la masa trabajadora, en especial la del sector público. El salario básico ha sido una de las grandes víctimas de la recuperación casi milagrosa del aparato productivo, lo que tiene expresión en términos electorales, pues la fuerza fundamental del chavismo se asienta entre los trabajadores de menores ingresos.
Migración: ola y resaca
La migración masiva es otro proceso que alcanzó su peor momento hace varios años, pero que ahora mismo ha perdido parte de su efecto corrosivo.
La campaña opositora está intentando cosechar votos explotando el dolor y el resentimiento de los familiares de los migrantes, pero parece claro que habría obtenido mucho mejores resultados unos años atrás, cuando la ola estaba en su apogeo.
Hoy, la separación familiar sigue siendo un factor de peso en la decisión electoral, pero muchas personas tienen una visión más racional, menos impulsiva al respecto que en años pasados. Por una parte, muchos de quienes han regresado traen consigo amargas experiencias de explotación laboral, discriminación y xenofobia. En general, los migrantes han podido comprobar que Venezuela no es el peor lugar del mundo y que los países presentados como paraísos capitalistas son, en verdad, grandes fraudes.
Por lo demás, quienes permanecieron en el país durante los años más sombríos, han desarrollado un orgullo especial por su decisión de resistir. Una parte de ese sentimiento favorable se traduce en apoyo al gobierno, aunque está claro que también en ese segmento hay opositores, quienes reivindican esa resistencia en términos políticos y votarán en contra de Maduro.
Escenario internacional
Al comparar al presidente-candidato con su versión 2018, una de las mayores diferencias —a favor del Maduro de 2024— es el escenario internacional.
En 2018, el presidente venezolano había sido arrinconado por la “comunidad internacional”, denominación equivalente a Estados Unidos y sus países satélites y lacayos. Se llegó al extremo de ponerle precio a su cabeza, al mejor estilo de las películas del Lejano Oeste. Los mandatarios derechistas del vecindario estaban coaligados en el Grupo de Lima para servir de fachada, supuestamente plurinacional, a lo que era una obvia estrategia imperial: derrocar a Maduro y entronizar un gobierno favorable a los intereses de Estados Unidos.
De una manera karmática, los presidentes de la línea dura contra Venezuela fueron saliendo del poder, incluyendo al jefe, Donald Trump. Cambiaron de signo político los vecinos con las fronteras más extensas, Colombia y Brasil; Perú, sede del Grupo de Lima, ha vivido tiempos de inestabilidad y actualmente es presidido por una dictadora. Argentina eligió a un peronista, Alberto Fernández, aunque la derecha se las arregló para volver con más fuerza en 2023, con Javier Milei; y en Chile, Sebastián Piñera, furibundo antibolivariano, salió del poder por la puerta de atrás, aunque Gabriel Boric, de la izquierda woke, no se ha diferenciado mucho de los gobiernos derechistas en lo que respecta a la relación con Venezuela.
Así, las elecciones de 2024 encuentran a Maduro en una posición mucho menos comprometida que en 2018, con reforzadas alianzas que apuntan a la integración de Venezuela a los BRICS y con mejores relaciones —sin hacerse ilusiones— con Estados Unidos y la Unión Europea, que andan metidos en berenjenales geopolíticos muy complicados en Europa y Medio Oriente.
[En la siguiente entrega de esta serie, se revisarán los cambios experimentados por el electorado no polarizado entre 2018 y 2024].
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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