Cuando mataron a Danilo Anderson, apenas habían pasado algo más de dos meses de la victoria de Florentino sobre el Diablo, es decir, del triunfo de Hugo Chávez Frías en el referendo presidencial de 2004. Por eso puede afirmarse que ese vil asesinato fue como la venganza de las fuerzas satánicas, conseguida en mala lid, cobardemente.
Aquella noche de noviembre, en pleno Día de la Chinita, no hubo santo ni virgen que salvara al Fiscal Valiente. El plan demoníaco de llevárselo se cumplió sin dar chance al contrapunteo.
Más allá de la metáfora, Anderson no enfrentaba a uno, sino aproximadamente a 400 diablos, entre quienes se hallaban varios de los sujetos más acaudalados del país, los entonces intocables dueños de medios, ciertos obispos, políticos de toda laya y unos cuantos asomados.
Danilo retó el poder de los verdaderamente poderosos. En su investigación del golpe de Estado de abril de 2002, fiel a uno de sus lemas, «caiga quien caiga», citó a su oficina del edificio del Ministerio Público, en la esquina de Ánimas de la avenida Urdaneta, a esa catajarra de ricachones, prelados, figuras y figurantes que habían estado en Miraflores el 12 de abril, viendo y dejándose ver en el aquelarre de la autojuramentación de Pedro Carmona Estanga.
Quienes conocen los pormenores de esa irreverente acción contra la alta burguesía y sus alrededores, ejecutada por un abogado nacido en cuna pobre, en la vibrante parroquia La Vega, aseguran que él escribió su propia sentencia de muerte.
La voz del diablo la asumió uno de los banqueros obligados a descender al terreno de los mortales comunes, citado a declarar como un presunto indiciado cualquiera. «Yo sí sé cobrar», le dijo al fiscal en lo que sonó como una amenaza sin remilgos. Horas más tarde, el cuerpo carbonizado de Anderson, confundido con el amasijo de los restos de su camioneta, parecía ser la prueba de que la factura había sido entregada.
Los sicarios no se atrevieron a hacer la cobranza cara a cara. Sabían que Danilo era un duro, andaba armado y tenía entrenamiento en defensa personal. Tratar de hacerle daño de igual a igual hubiese sido demasiado peligroso, así que optaron por volarlo a control remoto. Aprovecharon que el fiscal les dio la noche libre a sus escoltas, colocaron subrepticiamente un explosivo plástico debajo del puesto del conductor mediante unos imanes y lo detonaron con un teléfono celular. Cuando los detuvieron, procesaron y sentenciaron, las nunca bien ponderadas organizaciones no gubernamentales de derechos humanos los metieron en la lista de los presos políticos, personas que “están privadas de libertad por pensar distinto”. Claro: ellos pensaron que Anderson debía estar muerto.
La ruindad de los asesinos contagió a mucha gente decente. Varias veces he contado la patética historia de la señora que ama a los perros. Se trata de una activista de los derechos animales (más que nada, los perrunos), capaz de llevarse a su propia casa a sarnosos canes callejeros para bañarlos y darles tratamiento veterinario. Al día siguiente del asesinato de Anderson, alguien le preguntó qué opinaba y ella respondió con un «¡se lo merecía!” que pareció el aullido de una perra loba.
Lo peor de aquella muerte es que apenas sería la primera de las muchas que sufriría Danilo Anderson a partir de ese momento. La coalición de poderosos que festejó su asesinato con sonoros choques de copas no cejó en su esfuerzo por matarlo más veces. Luego de destruirlo físicamente era necesario pisotear su memoria y el trabajo sucio comenzó de inmediato.
En los 20 años que han transcurrido desde entonces, sus enemigos han demostrado tener una saña que no remite con el paso del tiempo, sino que parece incrementarse.
La segunda muerte de Anderson sobrevino cuando su cadáver aún despedía humo. La canalla mediática (cuyos dueños estaban en la lista de imputados, detalle que no debe olvidarse) desplegó todo su pernicioso talento para justificar el cobarde acto de terrorismo.
El argumento central de la maraña de chismes que comenzó a tejerse era que Anderson había decidido extorsionar en grande a toda esa colección de 400 peces gordos.
Esas versiones fueron perfeccionándose luego, mediante la difusión de ciertos datos que, según los “investigadores” demostraban la culpabilidad del fiscal en un fértil negocio de matraqueo. El hombre era propietario de una moto de agua, le gustaban los trajes de marca y tenía entre sus adminículos personales una maquinita contadora de billetes, como las que usan los cajeros en las taquillas de los bancos.
La labor corrosiva de los medios de la derecha golpista fue de tal magnitud que incluso muchas personas identificadas con la Revolución han dudado de su honorabilidad. La campaña tuvo el objetivo de hacer ver un crimen de lesa humanidad como un acto de justicia. El asesinato moral continuado, perpetrado luego del homicidio físico, tiene también el propósito de disuadir a cualquier otro funcionario del Ministerio Público. Se sabe que quien asuma ese rol de redentor morirá –y remorirá- crucificado.
Los autores intelectuales del asesinato disfrutan de impunidad y hasta se dedican a posar como adalides de la democracia y defensores de derechos humanos.
Algunos minúsculos seres de la oposición han incursionado en la defensa de los criminales, tal vez como una forma de demostrar su conversión en gente de derecha. Ese es el caso de Andrés Velásquez, quien en 2014 se dedicó a abogar por los sicarios que ejecutaron a Anderson de manera premeditada, alevosa y cobarde. Son los pequeños diablos que nunca pudieron derrotar a Florentino y se consuelan defendiendo a los indefendibles para congraciarse con los grandes jerarcas del infierno. ¡Vade retro!
La herida sigue abierta
“Lo mataron, Presidente”, le dijo el entonces fiscal general Isaías Rodríguez al comandante Hugo Chávez. “¿A quién?”, preguntó alarmado. “A Danilo, le volaron el carro…”.
En su mensaje al país tras el asesinato, Chávez contó que quedó fulminado por este hecho, al que calificó como una herida para todo un país, “una puñalada en el alma nacional”.
El presidente destacó la actitud racional que habían asumido representantes de la oposición: “Pido a Dios que todas las respuestas sean verdaderamente sinceras, no tengo razón para dudarlo; solo más allá de las palabras vendrán los hechos que demostrarán en el futuro inmediato, mediato, la sinceridad de tales respuestas”. Ya sabemos lo que pasó.
Lo dicho entonces por Chávez (como suele pasar en los más diversos temas) sigue teniendo total vigencia: “El atentado contra Danilo Anderson es contra mí también. Esa bomba resuena aquí dentro también; es contra todos nosotros; es el intento de asesinar este proceso de cambios verdaderos y profundos, de asesinar el sueño de la gran mayoría de los venezolanos; de asesinar la esperanza de quienes en distintas ocasiones se han expresado y ha dicho ¡no! a esas minorías enloquecidas, con mucho poder, que se creen intocables, más allá de la ley, más allá de la vida y más allá de la muerte para disponer del destino de un pueblo”.
Como las palabras del comandante, la herida en el alma también sigue abierta.
[Esta nota fue publicada originalmente en el diarios Ciudad Ccs, con motivo del 14 aniversario del atentado]
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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