Eso de ponerse a intelectualizar la Navidad es algo burda de corta nota. Pero no está de más hacerlo, aunque uno después se olvide de todo y se dedique igual a la parranda y al frenesí decembrino.
Lo primero que no está de más repasar es que, según los sabihondos, el niño de María y José no pudo haber nacido en diciembre, sobre todo si nos hemos de guiar por el dato de que fue por los días en que estaban haciendo un censo y a Herodes le dio por matar recién nacidos. No cuadra, dicen los expertos.
Aseguran los que gustan de llevar siempre la contraria, que eso de la Navidad en diciembre lo inventaron los jerarcas de la Iglesia muchos años después de la gesta de Cristo con la finalidad de contrarrestar y eventualmente absorber ciertas fiestas llamadas paganas, relacionadas con cuestiones astronómicas como el solsticio de invierno del hemisferio norte y de verano del hemisferio sur.
Según el sacerdote escocés (crítico del catolicismo) Alexander Hislop, en el libro Las dos Babilonias, “el 25 de diciembre fue oficialmente proclamada por los padres de la iglesia en el año 440 d.C., como un sincretismo entre la religión del entonces Imperio Romano y la tradición del día festivo de la Saturnalia, la que se observaba cerca del solsticio de invierno, que era una de las muchas tradiciones paganas heredadas del sacerdocio babilónico”.
Gente que se ha desvelado sacando cuentas ha llegado a la conclusión de que Jesús, en realidad, nació el 29 de septiembre del año 2 antes de Cristo. Suena absurdo que alguien haya nacido dos años antes de nacer, pero si ya aceptamos que lo parió una virgen (en tiempos muy previos a la inseminación artificial) no nos vamos a poner exquisitos con otros detalles. ¿O sí?
Bueno, pasemos por alto esa falla de origen en las efemérides y convengamos en que la Navidad cuadra mucho mejor en estos días finales del año, pues funciona efectivamente como un motivo para que la gente exprese pensamientos de paz, armonía, concordia y felicidad. Luego, cambia el número en el almanaque, nos cae encima enero y ya volvemos a ser belicosos, desafinados, peleones e infelices.
Lo que debería ser, y lo que es
Con la Navidad pasa lo mismo que con la Semana Santa: la iglesia católica pretende que son tiempos de reflexión y oración, pero se han convertido en todo lo contrario, en días de desenfreno y bochinche.
Otras ramas del cristianismo son un poco más severas. Por ejemplo, a iglesia ortodoxa ordena que en tiempos de Adviento (las semanas previas a la Navidad), los fieles deben abstenerse de consumir ciertos alimentos. Para los cristianos coptos es obligatorio incluso una etapa de ayuno. Muy por el contrario, del lado católico el reto parece ser tragarse toda la comida que a uno se le atraviese en el camino.
[Bueno, en el caso de Venezuela 2024, que a nadie se acuse del pecado de la gula por asumir esa actitud, pues para ayunos y privaciones hemos tenido casi una década. Pero ese es otro asunto, más corta nota todavía…].
En fin, son notables los contrastes entre lo que fue la venida al mundo del Redentor y la forma en la que la celebramos. Pero ningún contraste es tan evidente como el que existe entre la extrema pobreza de la sagrada familia y la feria de vanidades en que se ha transformado su conmemoración. ¿Cómo se explica que esos gigantescos volúmenes de ventas de toda clase de mercancías en el mundo entero tengan como punto de partida a una pareja de padres casi indigentes durmiendo con su retoño en un pesebre? Un típico milagro del capitalismo.
El papa Francisco ha advertido sobre otra incoherencia: la tendencia a celebrar la Navidad sin Jesús. En diciembre de 2017, el pontífice dijo: “En nuestros tiempos, especialmente en Europa, asistimos a una especie de distorsión de la Navidad: en nombre de un falso respeto de quien no es cristiano, que a menudo esconde la intención de marginar la fe, se elimina de la fiesta toda referencia al nacimiento de Jesús. Y en realidad, este acontecimiento es la única y verdadera Navidad. Sin Jesús no hay Navidad”.
La observación del Santo Padre nos remite a la metáfora aquella de la sopa de pollo sin pollo. “En el centro está Jesús, incluso todo el entorno, es decir, las luces, las canciones, las distintas tradiciones locales, incluidos los platos característicos, todo confluye a crear la atmósfera de la fiesta –afirma el Papa–. Pero si lo sacamos a él, la luz se apaga y todo deviene en falso, aparente».
Genocidio y antinavidad
En los últimos dos años, el derroche y el consumismo navideños pueden considerarse un mal menor, si se les compara con el ominoso contraste que tiene lugar precisamente en la tierra de Jesús: un genocidio desembozado, cuyos perpetradores se ufanan de cometerlo. ¿Habrá algo más antinavideño que esa barbarie?
Una energía buena
Va siendo hora de ir aterrizando de nuestro viaje a las regiones intelectuales de la Navidad. Dediquemos unos párrafos a un hecho irrefutable: independientemente de que se ajuste a los hechos históricos, al margen de que se haya desnaturalizado mucho, la Navidad es bien bonita.
En un mundo caracterizado por la violencia, la confrontación permanente, la guerra, la competencia despiadada, el que una buena parte de la gente (no toda, algunos son irreductibles) decidan darse un respiro, aunque sea de unos pocos días, no puede ser considerado sino como una bendición de Dios.
Claro que es positivo que millones de personas, de manera simultánea, nos sintonicemos con la energía buena de los deseos de justicia, prosperidad, igualdad, fraternidad, solidaridad. Más allá de cualquier significado religioso, se trata de valores que buena falta hacen en todas partes.
Desde luego que el mundo sería un lugar mejor si las personas, las organizaciones y los gobiernos cumplieran sus declaraciones navideñas de paz y concordia. No lo hacen. Pero también es cierto que sería un lugar peor si no tuviéramos al menos esta espita, esta válvula de alivio, estos gestos parecidos a la tregua en una guerra que nunca cesa.
Así, pues, para no cortarle más la nota a nadie, solo queda dejarse de tanto análisis histórico, teológico y sociológico para gritar: ¡Feliz Navidad!
Pascuas sensoriales
Para mí, la Navidad es visual. Es mi Caracas resplandeciente con una luz natural muy particular de este tiempo, complementada por la Cruz del Waraira Repano o cerro Ávila y por los bombillitos de colores en los espacios públicos, los balcones y las fachadas.
Mi Navidad está cargada de sonidos. Recuerdo a La cabra mocha en los altavoces de la iglesia de Antímano o Amparito, pegadísima en la radio de finales de los 70. También está llena de ruidos: de mares de gente comprando; de fuegos artificiales; y de niños (y no tan niños) enloquecidos por un videojuego que trajo el Niño Jesús.
La Navidad tiene sus olores. Huele a exquisitos guisos, por supuesto, pero también a juguete nuevo y a ropa de estreno.
La Navidad tiene tantos sabores, ahora plenos de nostalgia: las hallacas de mi madre, las de mi suegra y las de mi madrina encabezan la lista.
La Navidad guarda también las remembranzas de esos abrazos que vamos postergando hasta que sólo se dan una vez al año. E incluye ese frío que no es gran cosa, pero que a los caraqueños nos parece helado.
La Navidad para mí es un festival de sensaciones, al que se unen esas experiencias que vienen atadas con este tiempo: los almuerzos de fin de año en el trabajo; las compras de última hora; y ese ambiente de rompe y rasga de la temporada de béisbol, gracias al cual —como en la canción de Rodolfo Aicardi que eternizó la Billo’s— “unos van alegres y otros van llorando”.
[Esta nota fue publicada originalmente en 2018 en el diario Ciudad Ccs. Se le ha agregado, porque es un asunto que clama al cielo, el párrafo relativo al infame genocidio contra el pueblo de Palestina]
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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