El ascenso de Estados Unidos, primero como una de las dos superpotencias mundiales del siglo XX y, luego —durante un breve tiempo— como la única superpotencia global le ha costado al mundo millones de vidas humanas, destrucción de países enteros y otra larga serie de barbaridades.
Pero todo parece indicar que la decadencia de EEUU como imperio le va a costar aún más caro al mundo en general. De hecho, como ese proceso está en marcha, ya le está costando demasiado.
Y ocurre una paradoja: los menores costos del declive los están pagando hasta ahora sus rivales directos, como superpotencias (Rusia, en el plano militar y China, en el económico), mientras los mayores sufrimientos los experimentan por igual los países que se han mostrado rebeldes ante el pretendido poder omnímodo estadounidense y —he aquí lo paradójico— sus aliados y cipayos.
Más allá de la retórica de la izquierda, con datos concretos en la mano, se puede afirmar que EEUU es, hoy por hoy, el enemigo número uno de casi todo el resto del planeta. Y la palabra «casi» se debe poner en esta afirmación únicamente porque, como fruto de su pragmática y despiadada política exterior, la élite del país norteamericano ha creado ciertos estados títeres, franquicias suyas que pasan por ser sus amigos, aunque en realidad son sus sicarios.
Esta postura de ser adversario de todos no es algo que varié demasiado con los cambios de gobierno. Cierto es que con los republicanos ultraconservadores, liderados por George W. Bush, EEUU se inventó un enemigo para llenar el espacio que había dejado vacante la Unión Soviética: el terrorismo islámico. Y procedió a destruir Afganistán e Irak. Pero no es menos cierto que el afroblanqueado demócrata Barack Obama, premio Nobel de la Paz, destruyó Libia, inició la guerra en Siria, continuó las de Afganistán e Irak y avaló las operaciones de Arabia Saudita contra Yemen. Y tampoco es mentira que el decrépito Joe Biden deja el legado de la guerra proxy de Ucrania, el genocidio de Palestina y el despedazamiento de Siria.
Entonces reaparece Donald Trump, para su segundo mandato no continuo y promete que sacará al país de tanta guerra, pero se pasa sus dos meses de presidente electo buscándole pleito a todo el mundo, dicho sea en el sentido recto de la frase.
El estado actual
La maniobra liderada por EEUU para obligar a Vladímir Putin a ir a la guerra contra Ucrania ha causado daños irreparables a ese país. Además de las pérdidas territoriales y de los daños a la infraestructura, la población masculina ucraniana en edad productiva ha sido inmolada no en nombre de su patria, sino de los intereses geoestratégicos estadounidenses y de su todopoderosa industria bélica.
Adicionalmente, EEUU ha tirado por un barranco a sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), al forzarlos a apoyar esa guerra y a enemistarse con Rusia, proveedor confiable de energía y materias primas para la hacendosa Alemania y otras naciones del Viejo Continente. De resultas, las crisis económicas y políticas estallan por doquier. Los líderes europeos saben que todo es culpa de EEUU, pero no se atreven a decirlo, por miedo a peores desgracias o por el empeño de las élites en romantizar a sus pares del lado norteamericano.
La sumisión de la Unión Europea ante EEUU es tan denigrante que llega a la autoflagelación. ¿De qué otro modo puede interpretarse que hayan sido cómplices de la voladura y el sabotaje de unos gasoductos que, como era el caso de los Nord Stream, tenían el propósito de surtir de combustible barato y directo a sus países, necesidad que ahora es suplida por el gas estadounidense, transportado por barco y muchísimo más caro?
Trump, un raro pacifista
En ese contexto, surge la figura del buscapleitos Trump, quien de noviembre para acá ha amenazado a China, al resto de los BRICS, a México, a Canadá, a Panamá y a todas las naciones que tienen grandes colonias de migrantes ilegales en territorio estadounidense.
Trump actúa como el patriarca de una familia rica venida a menos, que quiere imponerle al entorno sus viejas prácticas arbitrarias y tiránicas. Dice que si los BRICS insisten en crear una moneda alternativa al dólar, van a quedar al margen de la maravillosa economía de EEUU, una amenaza que habría tenido efecto hace 30 años (o tal vez un poco más), pero que hoy llama a chistes y memes como el de la gorra roja de la campaña Make America Great Again (Hacer grande otra vez a EEUU), que es un producto «Made in China», como casi todo lo demás que se vende en la otrora epicentro fabril del mundo.
Trump es un pacifista muy raro, pues a la par de que declara que dejará las guerras iniciadas por Biden, afirma que quiere anexionar a Canadá como un estado más; entrar a saco a México para aplastar a los carteles de la droga; imponer aranceles leoninos a diestra y siniestra; obligar a un montón de países a recibir a sus connacionales o atenerse a las consecuencias; y, una de sus últimas bravuconadas, retomar el control del canal de Panamá.
Esto último tiene varias aristas peligrosas que más vale no tomar a la ligera. Una de ellas es que no pocas aventuras bélicas, bombardeos «humanitarios» y otros desmanes de EEUU en su largo expediente imperialista han comenzado con desafueros y caprichos de sus gobernantes.
No olvidemos que otro demócrata, Bill Clinton, le dio luz verde a los bombardeos que desintegraron a Yugoslavia para contrarrestar los daños a su imagen causados por el asunto sexual que tuvo con la pasante Mónica Lewinsky. No olvidemos que Bush padre acabó con Irak basándose en el cuento de las armas de destrucción masiva. No olvidemos que Bush hijo puso al mundo en guerra contra el terrorismo, luego de un evento que tiene un fuerte tufo a autoatentado.
Así que si Trump denuncia la presencia de militares y espías chinos en el canal interoceánico, nadie puede extrañarse si luego de unos meses se ha montado alrededor de esa «noticia» todo un casus belli para una nueva agresión contra Panamá, parecida a la de 1989 cuando la invadieron y quemaron un barrio entero para ejercer de policía continental y llevarse preso a un exagente de sus servicios de inteligencia salido del redil, Manuel Antonio Noriega.
Otro aspecto peligroso de esto es que los delirios de tipos como Trump tienen público dispuesto a aplaudir tanto en EEUU como en Panamá y en el resto de Nuestra América. Gente de diversas clases sociales y niveles educativos está convencida de que Trump es el Capitán América y va a librar al mundo de la amenaza comunista, demostrando una vez más que la culpa no es tanto del loco (los ciegos son inocentes), sino de quien le da el garrote.
Panamá, una historia del poderío imperial
El caso de Panamá es muy emblemático de la pretendida restauración del imperialismo yanqui, en su modalidad más ramplona.
Recordemos, primero que nada, que para construir el canal, EEUU, siendo todavía un imperio bebé, conspiró con las clases pudientes de la región para cercenarle un pedazo vital a Colombia. Una vez que consiguió ese objetivo, pasó a considerar a Panamá como un protectorado o, quizá, como una enorme hacienda que contiene nada menos que el paso entre los dos grandes océanos que bañan las costas americanas.
La historia de ese despojo territorial debería ser una herida abierta en el alma colombiana. Tal vez lo sea en una parte del pueblo con conciencia histórica. Pero no lo es para la mayor parte de la clase política neogranadina porque ya sabemos que son más herederos de Santander (el primer gran gringolover de la región) que de Bolívar. Eso lo dice todo.
En cuanto a Panamá, ya como república separada (“independiente” sería aspirar a mucho), su corta historia como país ha estado siempre signada por ese tutelaje imperial, cargado de episodios vergonzosos y lacerantes que parecían ya cosa del pasado, pero que Trump quiere reeditar.
Es significativo que la insolente cachetada de Trump caiga en la cara de una clase política como la panameña, que ha sido durante los últimos años muy obsecuente con Washington, en sus tramoyas contra Venezuela, Cuba, Nicaragua, Bolivia y otras naciones. Queda claro que postrarse a los pies de un hegemón envejecido como EEUU no garantiza que te dejará en paz.
Trump sustenta su decisión de recolonizar Panamá en el afán de frenar la expansión de China como superpotencia emergente. Dice que los chinos (versión siglo XXI de los soviéticos de la Guerra Fría) se han apoderado del canal y eso es muy peligroso para EEUU tanto en términos comerciales como en la esfera militar.
Desde el punto de vista estratégico, el propósito es dominar de manera unilateral el paso interoceánico para estrangular al comercio chino, y así evitar que continúe matando a un EEUU que ya no produce casi nada, salvo armas y equipos militares.
El empeño restaurador de Trump sobre Panamá es una amenaza también para Nicaragua, donde ya avanzan los trabajos para el nuevo canal, en el que China tiene un protagonismo fundamental.
Ascenso y descenso de un imperio
Los anuncios, desplantes y fanfarronerías de Trump en las semanas que van mediando entre su elección y la toma de posesión demuestran que aunque el magnate anaranjado dice ser expresión de rebeldía ante el Estado Profundo, encarna como pocos el afán de esas clases dominantes gringas de que EEUU vuelva a ser la superpotencia que fue después de la Segunda Guerra Mundial, cuya hegemonía se vio acentuada tras el colapso de su rival, la Unión Soviética, en 1991.
Parece ser que lo único peor que un imperio en pleno auge, ejerciendo su poder sin ninguna contención, es un imperio en decadencia, material y moralmente destartalado, que intenta, con desespero de fiera acorralada y herida, retomar los privilegios perdidos y para ello comete toda clase de arrebatos, atropellos y tropelías. En eso nos encuentra este tránsito del primer cuarto del siglo XXI. Que nadie se descuide.
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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