Su nombre es Jhoan Bastidas, un joven venezolano de 25 años, que aún intenta entender qué fue lo que le sucedió y cómo la estigmatización de la migración venezolana en EEUU, por parte de la ultraderecha, le hizo vivir días de terror.
Gracias a la Gran Misión Vuelta a la Patria del Gobierno Bolivariano logró salir del abismo y regresar a su ciudad natal, Maracaibo, tras pasar 16 días en la base naval de EEUU en Guantánamo (Cuba), un lugar que para él no significaba nada hasta que lo vivió en carne propia.
“Estuve encerrado todo el día en un cuartito —conté los pies: 7 de ancho y 13 de largo— sin poder hacer nada, sin un libro, mirando las paredes”, relató desde la casa de su padre, un hogar que lo recibió tras años de ausencia.
La historia de Bastidas es la de un migrante atrapado en las redes de una política migratoria implacable e inhumana. Es uno de los 350 venezolanos deportados en las últimas semanas bajo la ofensiva del expresidente Donald Trump, quien prometió enviar a “los peores” a Guantánamo, señalando a supuestos miembros de la pandilla Tren de Aragua.
De acuerdo con una investigación realizada por la agencia The Associated Press (AP), no hay evidencia sólida que respalde esa acusación de Trump en el caso de Bastidas y de muchos otros.
Para él, todo comenzó por llevar tatuajes en su cuerpo: dos estrellas negras de ocho puntas en su pecho, que las autoridades estadounidenses interpretaron como un signo de criminalidad. “No soy parte de ninguna pandilla”, aseguró en la conversación donde estuvo acompañado por su padre.
El periplo de Bastidas comenzó en 2018, cuando abandonó Venezuela junto a su madre y hermanos, huyendo de la crisis provocada por las sanciones económicas que dejaron a millones sin empleo ni comida.
Tras probar suerte en Perú y asentarse en Colombia, un hermano lo convenció de ir a Estados Unidos con la promesa de un carro y un trabajo como repartidor en Utah. En noviembre de 2023 cruzó la frontera desde México y se entregó a las autoridades en Texas. Lo que siguió fue una detención en El Paso (Texas) y, sin previo aviso, un vuelo que lo llevó a un destino inesperado: Guantánamo.
Cuenta que cuando lo montaron en un avión para ser deportado pensó que aterrizaría en Venezuela. Sin embargo, “cuando vi ‘Guantánamo’ escrito en el suelo, no sabía qué era. Nunca había escuchado esa palabra”, confiesa. Allí, pasó 16 días en una celda minúscula, comiendo raciones que lo dejaban hambriento, con grilletes en manos y pies, incluso para ducharse cada tres días. La luz del sol era un lujo que veía solo una hora cada tres días, en una “jaula” que servía de recreación.
En medio del aislamiento, encontró refugio en pequeñas Biblias que les entregaron a él y a otros detenidos. “Orábamos juntos, leyendo en voz alta, pegando el oído a la puerta para escucharnos. Decíamos que el que nos iba a sacar era Dios porque no veíamos otra solución. No teníamos a nadie en quien apoyarnos”, agregó Bastidas.
El 20 de febrero, Bastidas y otros 180 venezolanos fueron trasladados desde Guantánamo a Honduras y, finalmente, a Venezuela, donde fueron recibidos por las autoridades del Gobierno Bolivariano.
Desde entonces, intenta reconstruir su vida. Tras dos semanas de descanso, ahora trabaja en un puesto de perros calientes. “Fue todo muy duro; vi mucho odio”, dice tras haber sobrevivido a lo impensable.
Su caso pone en evidencia las grietas de una política migratoria que, en su afán de mostrar mano dura, termina atrapando a inocentes en una red de prejuicios y desinformación. Jhoan Bastidas no es un criminal, pero pagó el precio de ser visto como uno por las autoridades estadounidenses.
(Laiguana.tv)
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