En un pasado reciente, las operaciones de formación de imagen política estaban encaminadas a hacer más “potables” a los aspirantes a cargos y a los funcionarios en ejercicio. Es decir, si el personaje objeto del tratamiento era un malnacido, antipático, corrupto, bruto, ignorante, psicópata y desalmado, la tarea de los asesores comunicacionales, mercadotécnicos y publicitarios era convertirlo en un apóstol virtuoso, carismático, honradísimo, brillante, equilibrado y compasivo.
¡Era difícil!, desde luego, sobre todo porque estas campañas de reconstrucción de apariencia pública solían tener como “producto” a verdaderos monstruos, casos perdidos desde tiempos infantiles, bellacos execrables, corresponsables de matanzas y torturas, tipos insufribles, odiosos, iletrados y borricos.
Esas preocupaciones de los expertos en proyección de imagen, al parecer, se acabaron. Estamos viviendo una época en la que mientras más siniestro, canalla, vil, rastrero, ladrón, satánico y sucio sea el político, más popular se torna, sin necesidad de engañar a nadie con costosas maniobras de relaciones públicas, propaganda y marketing de reputación.
¿De qué otro modo se explica que el formato de los nuevos liderazgos de la derecha sea el del personaje cruel y sin filtros? ¿Cómo ha llegado a ser posible que semejantes seres sean tan rabiosamente populares?
Y conste que el asombro no sería tanto si se tratara sólo de postureo, como les dicen los españoles a las actitudes falsas, asumidas porque es lo que está de moda. No. Estos políticos de la nueva ola fascista no son gente normal posando de chicos malos. No son muchachas decentes haciéndose pasar por brujas perversas para no desentonar. No. Esta gente es raigalmente maligna, vil, peligrosa, perniciosa, nociva, desgraciada y… póngale usted todos los epítetos que se le vengan a la boca.
Lo son no porque acá queramos hacer una división moralista del mundo, entre buenos y malos. Lo son porque su práctica política es de una crueldad sin límites. La violencia que profesan es cada vez más intensa y sádica y, por si no fuera suficiente, los “líderes” le añaden el ácido de la burla y el desprecio a los oprimidos, a los excluidos, a los pisoteados por sus decisiones.
Hay un goce (dicho en el sentido lacaniano de la palabra) un disfrute vesánico del daño causado a grandes grupos humanos, incluyendo muchas veces a su propia base política, a los que aportan los votos para llevarlos al poder.
Una cosa tan demencial (una vaina tan loca, pues) adquiere perfiles aún más absurdos y extravagantes cuando se comprueba que a estos “dirigentes políticos” no les basta con realizar todos sus atroces actos en la vida real, sino que estos deben elevarse a la enésima potencia mediante la difusión intensa a través de todos los órganos de comunicación existentes. Su crueldad ha de ser un espectáculo o no estará completa.
Así nos encontramos con un giro truculento en estos asuntos de las puestas en escena. Antes, los consejeros se esforzaban por presentar a sus clientes haciendo el bien, aunque fueran criaturas estructuralmente ruines. Era el clásico caso de un funcionario o candidato de esos que sienten odio y asco por el pueblo, pero que en los pseudoacontecimientos preparados por sus asesores aparecen muy sonrientes y empáticos en una jornada de entrega de canastillas a embarazadas adolescentes, abrazando campesinos alpargatudos o besando viejitas pobres. Así era antes.
Ahora, en cambio, los equipos de comunicación de estos caudillos villanos se desvelan para que sus jefes protagonicen eventos ominosos en los que aparezcan humillando, maltratando, despreciando a otros seres humanos y, encima, mofándose de ellos. Ese es, en el momento actual, el gran golpe de opinión pública.
Resultado de un proceso
Visto así, un observador externo (digamos que un monje que haya pasado un largo tiempo en clausura) podría concluir que el mundo sufre una suerte de pandemia de masoquismo, que las sociedades del siglo XXI claman por un sátrapa que las someta a la esclavitud y, luego, se burle de las víctimas.
Queremos creer que eso no es verdad. Sabemos que no lo es en el caso de la mayoría de los países, y mucho menos si hablamos de pueblos levantiscos, como el nuestro. Preferimos encontrar otra explicación. Y la más pertinente es que esta fascinación por los líderes crueles es el resultado de un proceso en el que se han involucrado todos los factores del poder hegemónico que se hizo unipolar a partir de la última década del siglo pasado, luego de la desintegración de la Unión Soviética.
La ideología neoliberal lo inundó todo. Se apoderó de la educación, desde los jardines de infancia hasta los predios de los posgraduados; tomó por asalto el debate público a través del control corporativo de los medios de comunicación; colonizó los partidos políticos de masas, despojándolos de sus doctrinas socialdemócratas, socialcristianas y socialistas; penetró almas con una voraz escalada religiosa; y, por supuesto, se entronizó en las mentes mediante la omnipresente industria del entretenimiento, repotenciada con internet y las redes sociales.
La idea-fuerza de esta campaña global y pertinaz ha sido que los problemas del mundo son causados por el comunismo, el socialismo o cualquier modelo que tenga algún interés en lo social. Todo lo que no sea individualismo y afán de riqueza debe ser borrado del planeta. Se ha logrado el objetivo más preciado del capitalismo: que los desposeídos culpen a otros desposeídos por sus infortunios y premien a los opresores entronizándolos como notables líderes.
En apenas tres décadas —un tiempo breve en la escala histórica— el pensamiento único neoliberal destruyó, dejó en minusvalía o se apoderó de todas las estructuras de contención del capitalismo salvaje: los partidos, los sindicatos, las organizaciones sociales, los movimientos artísticos, las asociaciones vecinales. Todo.
Con semejante operación de conquista y tierra arrasada ya no resulta tan insólito que tengamos masas de pobres que votan gustosamente por el candidato que, abiertamente, les promete despojarlos de lo poco que les queda y de todos sus derechos y retrotraerlos a la era de la esclavitud o, como mucho, del feudalismo.
Los políticos de derecha y ultraderecha y, sobre todo, sus dueños (el aparato corporativo) han asistido gustosos a este viraje. Están felices porque ya no tienen que fingir interés en asuntos colectivos; no se ven obligados a elaborar planes de gobierno falsos, contentivos de ideas opuestas a lo que en verdad piensan hacer en caso de llegar al poder. Nada de eso, ahora pueden hablar con insultante franqueza, confesar que sienten repulsión por las clases populares y anunciar que su propuesta es hacer más ricos a los ricos. Aunque parezca contraintuitivo, con ese tipo de oferta electoral, van a ganar por avalancha. ¡Genial!
Claro que, como ocurre en muchos otros campos, el hipercapitalismo se comporta como una enfermedad autoinmune: se ataca a sí mismo. En este caso, el afán de competir y monopolizar la infamia hace que los políticos de la ultraderecha tengan que ir cada vez más lejos en este empeño por ser el más antipático, el que más abomina al pueblo, el que peores cosas les hace a los pobres, a los trabajadores, a los jubilados, a las mujeres, a los migrantes, a los diferentes. En esa carrera distópica, han caído velozmente en los terrenos del sadismo más desaforado. Algunos de ellos ya son caricaturas vivientes.
No es exagerado, entonces, que las escenas que presenciamos en los últimos tiempos sólo tengan algún parangón con los peores episodios de la historia de los siglos pasados. Persiguiendo el desviado anhelo de ser los más despiadados, estos personajes —y quienes mueven sus hilos—, terminan recurriendo al repertorio de políticas públicas y procedimientos de los peores gobernantes y líderes de otras épocas.
Copiarse de Hitler y sus campos de concentración era, hasta hace nada, una barbaridad que los amos del mundo hacían a escondidas, disfrazándola de acción humanitaria protegida por los Cascos Azules de la ONU. Hoy en día es un motivo de orgullo y felicitación mutua entre el que paga los gastos y el que regenta el siniestro lugar. Estamos a un tris de que en alguna base naval imperial o en algún país-cárcel a su servicio se instale un sistema ultramoderno de crematorios para migrantes deportados tatuados. Y si eso llega a ocurrir, los equipos de propaganda y redes estarán prestos a que sea la noticia del día, la tendencia en las redes sociales, el acontecimiento viral. Y veremos a los líderes de esta era de la atrocidad sincera, muy sonreídos, encendiendo la primera hornada.
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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