domingo, 27 / 04 / 2025
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Política mundana pura y dura se despliega para escoger al nuevo papa (+Clodovaldo)

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Cuando era niño, allá en Antímano, escuché a un muchacho ya casi adulto (zangaletón, les llamaban entonces a quienes estaban en esa edad) asegurar que, para elegir al papa, los cardenales se encerraban en un salón y soltaban una paloma, que comenzaba a volar en el recinto. “El cura al que cague la paloma, ¡ese es el papa!”, aseguró.

Yo sabía que no era verdad, pero la imagen fabricada por esta versión arrabalera del cónclave se me quedó grabada y me vino a la cabeza unos años más tarde, en 1978, cuando murió Pablo VI, y los cardenales hubieron de elegir a su seguidor, Albino Luciani, quien asumió el nombre Juan Pablo I.

Ese mismo año, poco más de un mes después de su entronización, el nuevo pontífice también falleció. Con la irreverencia sacrílega propia de nuestros 16 (en ese momento ya habíamos alcanzado la edad zangaletona), mi amigo Luis Enrique y yo coincidimos en que la deposición de la paloma que cayó sobre Luciani en agosto, había sido, en más de un sentido, una mala cagada.

La muerte de Juan Pablo I es uno de los asuntos favoritos para los teóricos de las conspiraciones vaticanas. La causa oficial fue un infarto al miocardio que lo fulminó mientras leía en su cama antes de la medianoche del 28 de septiembre de 1978. Su secretario privado, John Maggee, lo echó de menos en la capilla a las 5:30 de la madrugada del 29, subió a buscarlo a sus aposentos y lo encontró sin vida.

Como no hubo autopsia y el cuerpo fue embalsamado, siempre ha quedado la duda de si fue víctima de un truculento asesinato, al estilo de la novela El nombre de la rosa. Los partidarios de esta tesis se dividieron en varios grupos: unos culparon a la mafia y a la CIA, otros al KGB y otros más a los masones infiltrados en las altas cumbres católicas.

El motivo de este presunto magnicidio varía, por supuesto, según quién se considere que fue su aún más presunto autor. La tesis que cobró más fuerza y dio origen a varios libros, fue que el pontífice, como toda escoba nueva, quería barrer bien y ya desde antes de asumir el cargo le venía metiendo demasiado el ojo a las estructuras financieras de la Iglesia, suerte de Sodoma y Gomorra enquistada en el seno mismo de la Santa Sede (¡Ave María purísima, sin pecado concebida!).

Las pugnas entre los grupos vinculados a esos y otros manejos turbios, así como asuntos de naturaleza doctrinal o abiertamente política, se pusieron de relieve en el cónclave, lo que frenó la designación como papa de otros candidatos, que tenían más figuración inicial que Luciani y estaban claramente identificados con alguno de los bandos (¿o será bandas?) y tendencias. Por eso, el italiano de 65 años terminó siendo un outsider, la solución salomónica a graves conflictos, la opción menos mala para los extremos.

Como suprema ironía, cuando lo eligieron, algunos cardenales se atrevieron a afirmar que había sido “el candidato de Dios”, epíteto que no cuadra bien con lo efímero de su pontificado, a menos, claro, que uno opte por pensar que hasta tal punto era el favorito del altísimo, que este decidió llevárselo de inmediato al cielo y librarlo de los sinsabores de esas batallas que pensaba librar contra tan satánicos adversarios.

Se realizó entonces el segundo cónclave en menos de dos meses y el colegio cardenalicio eligió de entre sus miembros al polaco Karol Wojtyla, destinado a ser uno de los grandes personajes del último tercio del siglo XX.

Wojtyla, quien tomó el nombre de Juan Pablo II, fue una contradicción hecha papa: el pontífice más “moderno” de la historia, el que jugaba fútbol, esquiaba y andaba en bicicleta, una especie de rockstar  con indumentaria y ornamentos medievales, en gira mundial perpetua, fue también el más reaccionario, el que llegó decidido a meterle el freno y el retroceso a las grandes reformas que la Iglesia había alcanzado, con telúricas confrontaciones internas, mediante el Concilio Vaticano II y en otros grandes eventos, como la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968.

[El Concilio Vaticano II lo anunció Juan XXIII en 1959 y se desarrolló entre 1962 y 1965, la mayor parte del tiempo bajo la conducción de Pablo VI, lo mismo que la Conferencia de Medellín. Estos grandes acontecimientos dieron aliento a corrientes rebeldes, irreverentes y muy de izquierda, como la Teología de la Liberación, que le sacó las tuercas a toda la estructura de la religión mayoritaria de casi toda América Latina. Pero este es un apasionante tema aparte].

De haber reinado un poco después, Juan Pablo II habría sido, probablemente, el influenciador más exitoso de las redes sociales, pues en un tiempo previo a ellas se comportó como un astro del mercadeo y la proyección de imagen, una figura mediática que rompió el molde de sus predecesores y se dedicó a hacer política a gran escala. Su capacidad comunicacional resultó pieza clave en la desintegración de la Unión Soviética y del campo socialista y en el combate frontal contra las corrientes populares que había echado raíces en América Latina. Su impactante personalidad le permitió también otorgarle privilegios, sin problemas graves de opinión pública, a los grupos más retrógrados y plutocráticos del catolicismo, empezando por el Opus Dei.

La era post-Juan Pablo II

En 2005, el colegio cardenalicio eligió como papa a su decano, el alemán Joseph Ratzinger, acentuando así la línea ultraconservadora del recién fallecido Juan Pablo II, aunque sin el brillo marketinero de Wojtyla. Venía de ser nada menos que prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que ahora se llama Dicasterio para la Doctrina de la Fe y antes se llamó Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición.

En su pontificado se empeñó en volver al uso del latín en las misas y rescatar los “valores morales tradicionales”.  No se diga más.

En 2013, ante la dimisión de Benedicto XVI (nombre que escogió Ratzinger), hubo un viraje entre los electores del nuevo papa. Tras varios intentos fallidos, el humo blanco salió en favor del argentino Jorge Mario Bergoglio, el primer jesuita y el primer latinoamericano en alcanzar el trono de San Pedro.

Luego de 35 años de papas conservadores, anticomunistas, resucitadores de rancias usanzas, comenzó un período de retorno, pero no a la Edad Media, sino al espíritu del Vaticano II y Medellín, es decir, de un nuevo aggiornamiento, que fue como entonces se quiso caracterizar una necesaria puesta al día de la Iglesia católica con un mundo cambiante.

Francisco dio pasos significativos tanto en aspectos doctrinarios como en asuntos de política interna. Sentó bases para una mayor tolerancia de la Iglesia ante la diversidad sexual; puso en debate temas como el aborto, la eutanasia y el celibato sacerdotal. También golpeó fuerte a grupos poderosísimos como el Opus Dei y a los responsables de las vergüenzas de la pederastia (aunque, en este terreno, se le criticó por ser blando con los Legionarios de Cristo).

Por estas gestiones, Bergoglio fue repudiado por los sectores conservadores y atrasados del catolicismo, desde las más altas cúpulas hasta una porción de las bases. Aunque sin tanta incorrección y zafiedad, muchos estuvieron de acuerdo con el impresentable presidente argentino, Javier Milei, cuando lo llampo “zurdo de mierda” y “representante del maligno”. Cuando se conoció su grave enfermedad, algunos católicos se consagraron a la oración, pero no para que se salvara, sino todo lo contrario. 

La ultra viene… y viene por todo

Estamos de nuevo en tiempos de cónclave y aquí resurgen los viejos recuerdos de Antímano, pues allá fue la primera vez que vi esos grafitis que pintaban los grupos evangélicos: “Cristo viene”, ante los cuales, ciertos personajes sin oficio solían agregarle: “¡Y viene arrecho!”. Bueno, pues resulta que quienes vienen ahora, y vienen también muy enfadados son los grupos internos de la ultraderecha clerical.

No hace falta ser un experto en asuntos vaticanos para lanzar la hipótesis de que contra todos los adelantos y ajustes de Francisco se abalanzan las fuerzas más recalcitrantes de la Curia.

En muchos países avanzan los movimientos de ultraderecha, los líderes abiertamente fascistas y las ideas reaccionarias echan raíces en la población, especialmente entre los jóvenes. Si esto ocurre en el ámbito político del mundo, ¿qué podemos esperar de la Iglesia católica, que ha sido un enclave del conservadurismo desde tiempos inmemoriales?

Así como sus pares de la política mundana se han lanzado contra los avances en materia social (salud, educación, igualdad de género, protección de las minorías, etcétera), los líderes católicos conservadores y fachos van a tratar de desmontar todo lo que la Iglesia ha adelantado en los últimos doce años.

Y no se van a limitar a eso. Los grupos internos más radicales siempre han abrigado el sueño de deshacer los cambios que se forjaron en el Concilio Vaticano II y Medellín, hace ya seis décadas. Para los de línea dura anticomunista, los frutos de esos eventos son desviaciones inaceptables y pecaminosas.

Aun sin ser conocedores de la gran maquinaria política que es la Iglesia católica, se puede intuir que en su interior deben estar moviéndose poderosas fuerzas destinadas a revertir los avances que comenzaban a verse bajo el pontificado del jesuita Bergoglio. El fallecimiento del papa Francisco abre la posibilidad para los factores de poder más retrógrados dentro de la alta jerarquía, aunque se sabe que el jesuita argentino —un gran estratega— tomó muchas previsiones para evitar que le dieran un golpe de Estado post mórtem que él tendría (¿tendrá?) que observar desde las alturas celestiales, lo que sería (¿será?) un trance infernal.

Rito de conclusión: ¿A quién escogerá la paloma?

Millones de personas están a la expectativa a lo largo y ancho (o, mejor dicho, a lo redondo y gordo) del planeta, esperando la designación del nuevo papa católico.

Una enorme porción de esa gente cree firmemente que será un acto divino o, al menos, inspirado por Dios, llevado a cabo por beatíficos apóstoles.

En realidad, es una batalla entre factores políticos, corporativos, financieros y culturales, vale decir, algo absolutamente profano, protagonizado por sujetos de carne y hueso, entre ellos —Dios me perdone, diría mi mamá— unos cuantos caudillos despiadados y bribones, sólo que con vistosos ropajes y gestos tartufos.

A estas alturas del siglo XXI, con el enorme desarrollo de las comunicaciones masivas no convencionales, la campaña de los candidatos al cargo de Santo Padre se está desarrollando en las redes y plataformas. Pero la decisión final estará en el conciliábulo de los cardenales.

Los avezados observadores estiman que habrá varias rondas de votación y que en el camino se quedarán varios de los aspirantes. ¿Sera que para conseguir una decisión tendrán que soltar la paloma?

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)


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