La disertación filosófica de este viernes en Desde Donde Sea, giró en torno a la filosofía de Friedrich Nietzsche, un autor sin el cual, en el criterio de Miguel Ángel Pérez Pirela «es difícil entender» la Filosofía Contemporánea.
Se trata, comentó el experto de un filósofo polémico, que articuló todo su pensamiento a partir de una controversial frase: «Dios ha muerto».
Una breve reseña del personaje
Hijo del siglo XIX, nació en Prusia (Alemania) en 1844 y murió en 1900. Criado entre mujeres, se marchó a Bonn para estudiar Teología por el deseo de su madre, pero muy pronto cambió de rumbo, decantándose por la Filología Clásica en Leipzig.
De salud frágil, padeció de terribles dolores de cabeza durante toda su vida, se contagió de sífilis cuando contaba con apenas 20 años y posteriormente, una de sus piernas quedó paralizada, como consecuencia de la caída de un caballo.
Perdió la razón varios años antes de su deceso. Algunos especulan que se debió a una conjunción entre sus dolores de cabeza crónicos y la sífilis, si bien la causa no ha sido nunca establecida.
Todavía joven, conoció y entabló una amistad estrecha con el compositor Richard Wagner, llegando incluso a dedicarle escritos, mas con el tiempo, acabaron por enemistarse irreconciliablemente.
Desde el punto de vista de las influencias intelectuales que habrían de tener un peso en sus elaboraciones posteriores, Pérez Pirela refirió que Nietzsche fue un lector temprano y también seguidor del padre del pesimismo, Arthur Schopenhauer. Además, destacó que el alemán se distanció del cristianismo en su temprana juventud.
Inspirador de la historia de la Filosofía Contemporánea, escribió obras imprescindibles como Así habló Zaratustra, La Gaya Ciencia, El Anticristo, La Genealogía de la Moral o el Nacimiento de la Tragedia.
¿Qué quiere decir: «Dios ha muerto»?
A contracorriente de lo que imperaba en su tiempo, Nietzsche no crea un sistema filosófico racional, conceptual, filosófico; antes bien, se opone a ello y opta por escribir textos literarios cargados de aforismos, lo que dificulta la interpretación de su obra, al punto tal que el filósofo francés Paul Ricœur lo catalogó, junto con Karl Marx y Sigmund Freud, como uno de los «maestros de la sospecha».
Así, la frase en la que anuncia la muerte de Dios y que es fundante de toda su filosofía, debe ser interpretada dentro de un contexto particular, pues, como recordó Pérez Pirela, en la Filosofía, Dios es una categoría y pensarlo en términos racionales no implica arribar a un ateísmo.
Específicamente, cuando Nietzsche habla de la muerte de Dios, se refiere a que no podemos anular nuestra vida, usando como excusa a Dios. Hasta ahora, señala, el hombre está sometido a una esclavitud: la moral cristiana, que es un instrumento mediante el cual se socava la libertad humana.
Por ello, cuando en La Gaya Ciencia y Así habló Zaratustra, afirma la célebre frase: «Dios está muerto», añade que después de la muerte de Dios, es el mismo Hombre el que se convierte en Dios, lo que servirá de punto de partida para derivar otro de sus aportes fundamentales: la idea de Superhombre (Übermensch, en alemán), que en lugar de denotar una posible superioridad biológica, alude a una categoría moral con la que se pretende superar al Dios creado por la Europa Occidental decadente, del cual se deriva una moral que esclaviza al ser humano.
Por tal razón, explicó el experto, de acuerdo con Nietzsche, el ser humano solamente encontrará la serenidad y la dicha, si se deslastra de esa idea de Dios construida desde las estructuras de la civilización Occidental.
Paralelamente, divide la filosofía y la cultura cristiana, que muestra como heredera de Platón y Sócrates y las contrapone a los presocráticos para sustentar el nihilismo, es decir, la nada, en términos literales.
En ese sentido, el nihilo se despoja de toda visión de la historia, porque niega la posibilidad de la existencia de una moral impuesta desde una metafísica, «desde arriba», fuera de la vida misma.
En virtud de ello, la filosofía nietzscheana puede calificarse como vitalista, puesto que pone en el centro de la discusión al ser humano y nos exhorta a liberarnos de la ilusión de la historia, negando con ello toda entidad que pretenda imponernos un sentido superior de la existencia.
Al dejar atrás todo lo preconcebido y apostar por la realización del ser humano a partir todas las opciones disponibles, acaba criticando al Vaticano y a sus estructuras, por las construcciones que de Cristo hicieron quienes decían hablar en su nombre.
De esta manera, cuando Friedrich Nietzsche dice en Así habló Zaratustra en El Anticristo que Dios está muerto, se refiere a todos los ropajes con los que la idea de la divinidad fue revestida por las instituciones eclesiales y a contrapelo de lo que hace la filosofía cristiana, emparentada con el platonismo, rescata a los presocráticos para oponerse a todos los determinismos judeocristianos.
Lo apolíneo y lo dionisíaco
Nietzsche advierte sobre el nihilismo como una enfermedad del ser humano caracterizada por la angustia, la ausencia de perspectivas y un permanente sentimiento de vaciedad, que surge por la decadencia y ruina de la cultura Occidental, de la que responsabiliza directamente a Sócrates, a Platón y al cristianismo.
A este respecto, recuerda que antes de Sócrates, el mundo griego se dividía en dos valores: el espíritu apolíneo, en el que rigen la razón, la claridad y la moderación, y el espíritu dionisíaco, el terreno del éxtasis, de embriaguez por la vida, del desenfreno y irracional y denuncia que Sócrates tomó el espíritu apolíneo y lo elevó al rango de dogma, al tiempo que presentó lo dionisiáco como moralmente malo.
La apuesta de Sócrates para la areté (la excelencia, la virtud en la antigua Grecia) es la vida racional, moderada, donde la templanza se impone y lo dionisíaco se presenta como sinónimo de la culpa, mientras que para Nietzsche, lo mejor y la vida misma reside en lo dionisíaco.
En su demoledora crítica a Platón, denuncia que su metafísica expulsa a la vida, al espíritu dionisíaco y a la cotidianidad que nos rodea. Nos vende, en su criterio, valores que no existen porque no podemos vivirlos.
Así las cosas, la decadencia que atraviesa al mundo Occidental, es la resulta de ampararse en una figura de Dios que no existe, en un «más allá» irreal; en haber hecho del mundo de las ideas platónicas, una religión que opera a través del cristianismo, que anula la vida en nombre de un ser superior que no es de este mundo y de una plenitud posterior.
De allí que Nietzsche estime que el cristianismo es un resentimiento contra la vida, que la anula invocando la posibilidad de un «más allá», conduciendo a los seres humanos a la alienación.
Aseguraba, a semejanza de Marx, que «el cristianismo no es más que un platonismo para el pueblo» en el que se concreta una inversión de valores –lo apolíneo por sobre lo dionisíaco–, razón por la cual invita a golpear hasta hacer caer, todas las estructuras de la moribunda cultura europea.
En La Genealogía de la Moral, Nietzsche dirá el cristianismo es es una moral decadente que es imperativo negar, en tanto es una moral de esclavos que menosprecia la vida, al sostener que las acciones más elevadas, no pueden ser obra de los hombres sino de divinidades metafísicas.
En su lugar, plantea que hay que defender el mundo real, de los sentidos, permanentemente aplastado por esa moral cristiana, de resentidos, que nos vende valores falsos que nos obligan al sacrificio y a la obediencia.
Al preguntarse sobre los orígenes de esa religión occidental, causa última de la decadencia moral, responde asegurando que la religión occidental nace del miedo que tienen los hombres de sí mismos. Esa debilidad les obliga a explicar todo lo real fuera del mundo real, de un mundo metafísico, del más allá, que necesita a Dios para justificar su existencia.
Esta hipocresía de la religión cristiana hace, según Nietzsche, que la vida terrenal carezca de sentido y los seres humanos sucumban a la alienación, que entiende como la puesta del ser humano en manos de una metafísica, de un Dios inventado por la cultura occidental.
Las dos caras del nihilismo: el surgimiento del Superhombre (Übermensch)
Friedrich Nietzsche describe dos facetas para el nihilismo, una «buena» y otra «mala».
Valorado negativamente, el nihilismo da cuenta del nacimiento del «último Hombre», es decir, de la creación del tecnócrata que es capaz de ponerse a sí mismo en el puesto de Dios, anclado en la racionalidad. Para Nietzsche «es el más decadente, el más despreciable».
Al otro lado del péndulo estaría el Superhombre, que acepta la muerte de Dios, que no necesita valores falsos, que acaba con la metafísica, con el más allá, con la religión como promesa.
Este Superhombre que se opone al lenguaje, en tanto los conceptos «matan la realidad», es aquél, que aceptando la muerte de Dios, no hace de sí mismo Dios; es aquél que no pone a nada ni a nadie en lugar de ese Dios occidental que está muerto.
Para explicar las transformaciones que ha de sufrir el ser humano para alcanzar ese concepto de Superhombre, Nietzsche se vale de una metáfora que apela a las figuras de un camello, un león y un niño.
El camello representa la moral invertida sustentada en «el más allá», en la trascendencia, lo que supone la anulación del Hombre; el león representa al ser humano crítico que destruye la moral cristiana, pero no ha logrado superar la muerte de Dios y el niño: es el que intenta, el que toma la vida como una afirmación, es el creador espontáneo de su propio juego.
Es este último el que sirve para representar al Superhombre, pues es autónomo y se ha liberado de los valores del pasado.
Con ello, además, Nietzsche ofrece una propuesta vitalista cimentada en una nueva tabla de valores, en la que la vida cotidiana y los sentidos están en el centro de la discusión.
La voluntad de poder y el eterno retorno
Nietzsche aseguraba que toda fuerza impulsora es voluntad de poder, eterno retorno, mas contrariamente a lo que podría indicar el sentido común, esta voluntad de poder no quiere apoderarse de nada, es pura creación, devenir, puesto que desde su punto de vista, la vida, el mundo, son cambio, mutación, transformación y por tal motivo, al estarnos transformando permanentemente, no podemos seguir los fundamentos impuestos por una moral superior como la que pretende imponer la religión cristiana, presentada, además, como un universal.
Esta noción de rebaño será cuestionada duramente por Nietzsche, que verá en ella el mecanismo para transformar a la humanidad en una masa acrítica, carente de valores individuales, cuya existencia discurre a partir de la imitación de las conductas y valores inculcados, sin ninguna clase de cuestionamientos.
Todo ello apunta a un intento del filósofo por deslindarse de esa forma de pensamiento que define como moral, en la que impera un exceso de prudencia, que viaja aparejado con la imposición de fines anteriores a uno mismo, lo que en su crítica se traduce como estupidez.
De este modo, critica al individuo moral que sigue ciegamente al primer imperativo que se le presenta y en su lugar propone la afirmación del yo, el «sí» como salida al círculo vicioso de la moral impuesta como anterioridad al ser humano, argumento que le servirá para fundamentar la idea de «eterno retorno».
En su parecer, solamente el Superhombre puede superar la prueba del «eterno retorno», que no es más que una reflexión metafórica sobre el tiempo, un elogio que indica que hay que vivir cada instante de la vida, porque en cada instante se encuentra fundamentada toda nuestra existencia. Esto implica que el eterno retorno de lo mismo, incluso las cosas más vacuas, más pequeñas, no son insignificantes, porque el Superhombre quiere que la vida se repita eternamente, puesto que ha vivido cada instante libremente, a plenitud.
En ese «filosofar a martillazos», Nietzsche desmonta toda la parafernalia de la institucionalidad religiosa, que en tanto sobreestructura, soporta la moral judeocristiana vigente en Occidente, encargada de imponer valores y arrebatar la vida, en nombre de una plenitud en el más allá.
(LaIguana.TV)