El proceso electoral de Estados Unidos -puesto en la perspectiva con las actuaciones de este país en el escenario internacional- ha producido, en pocos días, una enorme cantidad de contradicciones flagrantes que deberían dar mucho qué pensar a quienes aún a estas alturas de la historia, crean en democracias ejemplares de las que debemos aprender, para parecernos a ellas “cuando seamos grandes”.
El punto medular e histórico se refiere a la naturaleza misma de la democracia estadounidense que no es un sistema con voto directo, sino con un mecanismo de segundo grado que termina haciendo posible el contrasentido de candidatos perdedores en el voto popular, pero que ganan las elecciones. Esta sola característica es suficiente para convertir al sistema político estadounidense en una democracia muy dudosa. Y, por supuesto, debería ser motivo claro para que se abstuviera de postularse como paradigma.
Esa modalidad de segundo grado ha favorecido la conformación de un duopolio político, mediante el cual los partidos Republicano y Demócrata se han repartido los poderes Ejecutivo y Legislativo durante casi dos siglos y medio, sin permitir que afloren liderazgos ni movimientos diferentes a esas dos opciones con capacidad para llegar a la Casa Blanca o a una representación significativa en el Congreso. Por cierto, esa élite política, diferenciada apenas por matices, es la misma que trata de impedir que en cualquier otra nación del mundo se prolongue un liderazgo o el dominio de una tendencia política, argumentando que la perpetuación en el poder es una expresión no democrática.
Otro rasgo ontológico que se pone de manifiesto cuando se analiza la política estadounidense es que, rigurosamente hablando, no se trata de una democracia, sino de una plutocracia, pues solo los individuos, las familias y las empresas más adineradas pueden optar a cargos como la presidencia del país, las gobernaciones y alcaldías, y los escaños a los cuerpos deliberantes, salvo contadísimas excepciones. Basta revisar las cifras de gastos de campaña y verificar quiénes son los financistas de los dos partidos hegemónicos para entender que es un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos.
Por ser EEUU una nación con vocación imperial (desde su génesis), naturalmente ha tratado de extender ese modelo plutocrático a todos los países que están bajo su égida. Si se revisa la historia latinoamericana se verá cómo la política exterior estadounidense ha utilizado a las oligarquías y burguesías locales para sostener estructuras plutocráticas en las que las grandes corporaciones transnacionales, con sede en EEUU, han tenido y tienen voz y voto.
El esquema es sencillo: si no se puede lograr por las buenas (mediante políticos de las mismas oligarquías o partidos al servicio de estas), se hace por las malas (a través de militares gorilas o títeres autoproclamados). Si surge un político que se cuela en la estructura y pretende gobernar a favor de las mayorías, se le acusa de comunista, de populista, de asesino, de narcotraficante o de lo que sea y se le derroca.
Todas esas realidades son evidentes siempre, pero la intensa propaganda de la industria cultural y de la maquinaria mediática las mantienen ocultas. Solo cuando se producen situaciones tan ramplonas como la actual, mucha gente cae en cuenta. Pero al rato se le olvida y vuelve a creer que EEUU es la mamá de las democracias tanto dentro como fuera de sus fronteras.
La falsa superioridad moral y técnica
En este proceso ha quedado en evidencia otro paquete de burdas mentiras: las relacionadas con la pulcritud, justicia y credibilidad del sistema electoral estadounidense.
El colonialismo mental nos ha hecho creer en la enorme falsedad de que en EEUU todo es mejor. Y como todo es mejor, las elecciones a la manera estadounidense tienen que ser también mejores. Pero una simple revisión del sistema electoral que se aplica en ese país demuestra que es muy inferior a muchos otros del mundo y, particularmente, está muy por debajo del que se ha aplicado en Venezuela durante las dos últimas décadas, al que las élite norteamericana se ha empeñado en descalificar y demonizar.
El sistema electoral de EEUU es atrasado, vulnerable, disperso e inauditable. Pero los voceros de la clase dominante estadounidense se dan el lujo de cuestionar y condenar, incluso anticipadamente, al sistema venezolano, que es de última generación, centralizado y muy, pero muy auditable… el más auditado del mundo.
El mismo colonialismo mental nos ha conducido a pensar que nosotros, los atrasados latinoamericanos, los indios, los negros, los mestizos somos deshonestos por naturaleza, razón por la cual existe una tendencia al fraude. En tanto, los anglosajones son, en esa construcción colectiva, gente honrada que no hace trampa. La más superficial revista a procesos como el que aún está en desarrollo (o como el del año 2000) demuestra que los sistemas defendidos por las clases dominantes son artimañas muy bien montadas, cuyo propósito es que las minorías políticas y sociales controlen el poder.
La clase dominante estadounidense se aprovecha de los réditos de nuestro endocolonialismo para asumir un rol de autoridad que no merecen en absoluto. Ya veremos a sus cabezas parlantes, en los alrededores del 6 de diciembre, dictándonos clases de moral y declarando fraude en las legislativas venezolanas, luego del gigantesco desastre que han protagonizado. Y veremos a muchos venezolanos de mentalidad lacaya dándoles tribuna y razón.
Otras máscaras caídas
La máscara de la plutocracia bipartidista gringa no es la única en caerse en medio de este ridículo mundial. También quedan sin careta los gobiernos satélites de EEUU, que suelen -por órdenes de Washington- inmiscuirse sin ninguna vergüenza en asuntos internos de terceros países, todo ello para mantener en vigor la ficción de que los gobiernos atacados no son enemigos de EEUU, sino de una tal «comunidad internacional».
En ese lote están los miembros de la Unión Europea, que se portan como segundones obsecuentes del gobierno estadounidense; y los del Grupo de Lima, que son todavía más obsecuentes, pero más que segundones vienen siendo tercerones.
Esta comparsa de EEUU no duda en participar en las campañas contra cualquier nación a la que Washington le haya hecho la cruz. En materia de elecciones, los segundones y tercerones repiten día y noche el lema propagandístico made in USA de que «deben ser justas, libres y creíbles». Sobre esa base, reconocen o desconocen gobiernos electos, avalan supuestos presidentes autoproclamados y bendicen golpes de Estado. Pero con respecto a los desastrosos comicios de sus jefes imperiales no dicen nada, claro. Hasta allí no llega su vocación de jueces de la pureza electoral. Saben que no les conviene hacerlo porque eso significaría caer en desgracia con la élite estadounidense y convertirse en otro de sus países estigmatizados. Muy pocos países quieren correr ese riesgo, pero menos que menos pueden hacerlo naciones con sistemas electorales abiertamente delictivos, controlados por las organizaciones del narcotráfico y en los que la compra de votos es asunto corriente, como es el caso de Colombia.
En esa misma frecuencia se mueven las organizaciones internacionales, siempre prestas a picarle la torta a las estrategias estadounidenses respecto a Venezuela, Nicaragua, Bolivia o Bielorrusia. En cambio, ante el despelote gringo se vuelven extremadamente cuidadosas, de una cautela muy considerada o, sencillamente, hacen mutis. Demás está decir que el emblema de este doble rasero es la OEA de Almagro (que llamó a no caer en “especulaciones dañinas”), pero también se portan con delicadeza extrema los observadores de la Unión Europea y hasta la misma ONU.
¿Y qué decir de las ONG especializadas en derechos electorales? Pues que demostraron que no son movilizadas por criterios universales, aplicables a todos los países, sino que a unos los juzgan con extrema severidad y con otros se ponen flexibles y condescendientes. Ya sabemos a qué grupo pertenece Venezuela y a cuál EEUU.
Como ya se ha hecho costumbre, esta revisión de caretas rotas tiene que incluir a la maquinaria mediática y enredática (de las redes), que también tiene dos modos de responder ante los procesos electorales. Si son en Venezuela o en Bolivia, se ponen en el modo cero tolerancia y cuestionan hasta el más mínimo detalle (“Había una señora con blusa roja a menos de 500 metros del centro electoral”, dicen los informes). Si son en EEUU afirman que se trata de peculiaridades, tradiciones, cosas de la idiosincrasia del país. Hasta se oyen frases como, «¡qué avanzados son estos estadounidenses que hasta van a votar con sus fusiles de asalto!».
El súmmum de las máscaras caídas fue el escándalo que formaron algunos prominentes comunicadores opositores venezolanos ante la decisión de las cadenas televisivas de sacar del aire a Trump cuando lanzaba mensajes que esos medios consideran desquiciados (bueno, más desquiciados que de costumbre…). Y entre esos comunicadores había varios que participaron en el aquelarre de censura y autocensura ejecutado por el poder mediático venezolano en abril de 2002, cuando cerraron a VTV, cortaron la rueda de prensa de Isaías Rodríguez y pasaron comiquitas mientras el país se estremecía con un contragolpe de dimensiones históricas. Como en el tema de Julito Villot y Charlie Palmieri, habría que cantarles: “¡Engáñame bien, chaleco, que te conocí sin mangas!”.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)