En esta edición de Desde Donde Sea filosófico, Miguel Ángel Pérez Pirela disertó en torno a la concepción histórica de la belleza y sus efectos sobre la construcción de la subjetividad contemporánea.
En un juego de idas y vueltas entre lo que legó la tradición filosófica occidental sobre la Estética –rama de la filosofía que e encarga de definir lo que es bello– y el tiempo contemporáneo, el experto mostró las dificultades que entraña determinar lo que es bello, toda vez que las concepciones que de esto se han tenido y se tienen, están impregnadas de los cánones estéticos que se han definido e impuesto según tiempo y lugar.
La primera traba que aparece al plantearse la definición de la belleza desde el terreno de la Filosofía, consiste en establecer si su existencia es independiente de quien la mire –posición objetivista–; si, por lo contrario, lo que es bello lo es solamente en la medida que quien lo observa le atribuye ese valor –postura subjetivista– o si se trata de una construcción intersubjetiva, derivada de un tiempo, cultura y lugar específico y, por lo tanto, destinada a fenecer en algún momento.
En criterio de Pérez Pirela, una de las formas fundamentales como los seres humanos nos aproximamos a la belleza es el arte, pues inicialmente puede considerárselo como una actividad con la cual los seres humanos, por medio de nuestras creaciones, perseguimos la belleza, cualquiera que esta sea.
Así, por ejemplo, una mujer bella en Occidente podría corresponderse, según el tiempo histórico, con una de las madonnas renacentistas representadas por Sandro Botticelli, una modelo anoréxica, una dama de curvas generosas o una de las representaciones abstractas del pintor cubista Pablo Picasso.
Desde otro ángulo, puso bajo sospecha la equivalencia entre lo bello y lo bueno, una herencia de la Filosofía Escolástica del Medioevo, que equiparaba la belleza con la idea misma de Dios, a su vez, necesariamente bueno.
En su opinión, no siempre existe correspondencia entre lo que éticamente se considera bueno y lo que estéticamente se valora como bello. Inclusive, refirió, en ocasiones aquello que «malo», según el orden ético dominante en una época, pueden producir sensaciones placenteras en un cierto tipo de personas.
Una forma particular de apreciar esta ambivalencia radica justamente en el sentido que se otorga a la sexualidad y al erotismo. En la sociedad contemporánea, la idea de disfrute sexual está indisociablemente asociada a la posesión de un cuerpo que ha de cumplir con los estándares de belleza impuestos por la publicidad y la propaganda.
Lo anterior, a su parecer, es una absoluta estafa, pero que no por serlo deja de afectar la subjetividad humana, al punto tal que estos patrones, imposibles de alcanzar para la mayoría de las personas y sobre los que además pesa la lógica de dominio patriarcal, lesionan la construcción que de sí tiene el sujeto, que se embarca en un círculo de modificaciones corporales orientadas a garantizar la satisfacción de un otro que tampoco está conforme con lo que es, porque no es aquello que la sociedad dice que debería ser.
De este modo, se erige «una máquina de frustración estética» que define nuestras relaciones con la alteridad desde que somos niños hasta que nos morimos, pues nuestro valor y existencia misma para el otro, están necesariamente atravesados por el imperativo de adecuarnos al canon estético dominante, a la construcción de una ficción sobre nosotros mismos que privilegia la apariencia, lo superficial y lo efímero, antes que la esencia.
Sin embargo, el filósofo venezolano subrayó que la idea de modificar «maquillar» lo que somos, para ser más bellos, no es ni por mucho una práctica que se restringe al tiempo contemporáneo, sino que antes bien, acompaña a la humanidad desde siempre, al menos hasta donde los antropólogos han alcanzado a documentar.
Para ilustrar el punto, comentó que pobladores originarios de América, recurren a tinturas y a otras modificaciones corporales para parecer más bellos y que tanto hombres como mujeres del antiguo Egipto solían maquillarse los ojos con el mismo propósito.
En su Metafísica, Aristóteles sostiene que «los hombres, por naturaleza desean conocer. Y esto está visto en la idea de que le dan prioridad a la visión, en vez que a los otros sentidos».
Mas estas formas culturales, separadas espacial y temporalmente, no limitaban la belleza solamente a lo que se ve, sino también a lo que se percibe por medio del olfato, pues, en contraste con lo que ocurre en civilizaciones del Norte del mundo, otorgaban gran importancia a los olores corporales e hicieron del baño diario un ritual asociado a la belleza.
De vuelta a los griegos, asiento de primer orden de toda la tradición cultural de Occidente, Pérez Pirela explicó que ellos entendieron la belleza como poiesis, es decir, como acto de creación, incluso en el plano de lo divino. De este modo, el artista crea la belleza y al crear la belleza, él mismo se hace bello, porque recrea la creación divina.
En esta tradición se inscribe también el filósofo escolástico Santo Tomás de Aquino, que dice que bello es todo aquello que atrae nuestros sentidos.
De otro lado, en el Fedro, Platón sostiene que la belleza es armonía y proporción, independiente de lo físico, está más allá de lo sensible y habla de una idea de belleza en el mundo sensible, que es copia de la idea de belleza en cuanto tal, puesto que desde su filosofía, las cosas no son bellas en sí mismas, sino son un acercamiento al mundo ininteligible.
De lo anterior resulta que la belleza es el orden (medida, armonía y proporción) que observamos en el universo, lo que se compadece con la noción del Demiurgo, Dios que ha hecho del universo su propia forma de arte.
Montesquieu, en el siglo XVII, aseguraba que la belleza dependía de cada sujeto, porque depende del sentimiento de quien observa, siendo, por lo tanto, una actividad individual, subjetiva y Scheler, en el siglo XIX dirá que la belleza nos llega por la emoción, es un percibir sentimental que se diferencia de los sentidos y de la inteligencia e incluso llegará tan lejos como para afirmar que hay gente que no puede percibir la belleza, porque está incapacitada para hacerlo.
De su lado, Immanuel Kant aseguraba que la belleza era la forma de la finalidad de un objeto, en cuanto esta es percibida como una finalidad sin fin. Dicho de otro modo, esto equivale a decir que la búsqueda de la belleza no perseguía fin alguno, más allá de la belleza misma.
Tras la modernidad, puntualizó Pérez Pirela, se instauró la cultura del narcisismo, que debe su nombre al mito griego de Narciso, un hombre cuya belleza era tan grande que sucumbió ante ella, al ver su rostro reflejado en un espejo de agua.
Esto significa que el relato contemporáneo de la belleza, se centra en un «yo» narcisista, que vive, antes que para complacerse a sí mismo, para satisfacer las demandas del ideal estético dominante, definido y modelado por la publicidad y otros aparatos de la industria cultural.
No obstante, acotó que sería inapropiado arribar a la conclusión que el canon o ideal de belleza es una construcción reciente y para demostrarlo, apeló a algunos de los más conocidos, de acuerdo con las evidencias arqueológicas e históricas disponibles en Occidente.
En lo que se denomina Prehistoria (entre 40.000 y 5.000 a.C, aproximadamente), la Antropología nos dice que la mujer bella poseía grandes senos y grandes caderas porque eso denotaba fertilidad. Así, la mujer que no era fértil, no podía ser considerada bella. Una representación apropiada de este canon se encuentra en la conocida escultura Venus de Willendorf.
En el Antiguo Egipto (aproximadamente entre 2.300 y 1.100 a.C) se valoraba el cuerpo proporcionado y la unidad de medida establecida para esos fines era el puño humano. De este modo, el cuerpo bello tenía una extensión equivalente a 18 puños, de los cuales 2 debían corresponder al rostro, 10 al espacio comprendido entre los hombros y las rodillas y los 6 restantes, a las piernas y los pies.
En el mundo heleno (800 a.C-200 a.C), la belleza era el resultado de de cálculos matemáticos que daban cuenta de proporciones y simetrías. En su «Historia de la belleza», el filósofo y semiótico italiano Umberto Eco refiere que con Pitágoras, nace una concepción estético-matemático del universo.
Los griegos de este tiempo consideraban que el tamaño del cuerpo humano debía equivaler a siete veces el tamaño de la cabeza, si bien esa proporción se fue modificando hasta alcanzar la equivalencia de ocho cabezas.
Una escultura que, según Miguel Ángel Pérez Pirela ilustra apropiadamente esta noción, es la Venus de Milo.
Para el Cristianismo y la Edad Media, bajo la égida de la Filosofía Escolástica, la belleza proviene de Dios. La física era tenida en cuenta, en tanto creación divina, como da cuenta la iconografía de la época, pero era asumida como algo etéreo, de allí que se insistiera en que lo puro –sinónimo de lo bello– importante, era el alma.
Adicionalmente, fue durante el medioevo cuando comenzó a configurarse el canon de la mujer rubia y pálida, como representación de la mujer bella. En la época, además, se rechazaba el maquillaje porque era una modificación de la naturaleza, que proviene de Dios. A su vez, la palidez era sinónimo de la pureza.
Con la llegada del Renacimiento y sus grandes pinturas, grabados y dibujos, así como la recuperación de las ideas de proporción definidas por los griegos, aparecen representaciones estéticas como las ya mencionadas de Botticelli, el Hombre de Vitruvio (Da Vinci) o el David de Miguel Ángel.
En el barroco y en la época victoriana (entre los siglos XVII y XIX) se comienza a conformar y se asientan las ideas de la belleza que todavía permanecen con nosotros. Comienzan a usarse los perfumes con profusión, el exceso de maquillaje se hace regla, en un tiempo predominan de las pelucas y tras ellas, los peinados elaborados, los trajes son de capas, los espejos acompañan a las personas a todos lados, se asienta el narcisismo y nace la palabra maquillaje, en los términos que contemporáneamente lo entendemos.
Para Miguel Ángel Pérez Pirela, el ejercicio anterior, pretendía ilustrar que muy por el contrario de lo que el canon dominante pretende mostrar, no hay nada más difícil que definir la belleza.
Además, pretender cumplir con esos patrones, implica para el sujeto contemporáneo, atarse a una lógica de estafa, que somete su subjetividad a un incesante círculo de agresiones y modificaciones corporales, cuyo único propósito es complacer a otros.
Finalmente, citando al filósofo y antropólogo francés Gilles Lipovetsky, indicó que las sociedades occidentales son sociedades narcisistas porque obligan al sujeto a encerrarse en un yo impuesto desde fuera, lo que origina enfermedades estético-narcisistas como la bulimia, la anorexia y la vigorexia, y le impulsa transformar su cuerpo para obtener un trabajo, conseguir una pareja, para tener «éxito», para ser «ganador», estar «dentro» y no «fuera», con base en la adopción de las reglas que imponen la propaganda y la publicidad que impone la sociedad de consumo.
(LaIguana.TV)